El 23 de mayo próximo tendrá lugar el reconocimiento de Mons. Oscar Romero como fiel testigo (es el significado de la palabra ‘mártir’) de la vida y mensaje de Jesús de Nazaret. Dicho reconocimiento tiene dos momentos principales; la beatificación que lo declara beato, es decir feliz, una felicidad que surge de la voluntad de vivir según los Evangelios, y la canonización, la aceptación plena de su santidad, y su definitiva presentación como un modelo a seguir para los cristianos de nuestro tiempo.
El proceso de beatificación y canonización del arzobispo de San Salvador no fue fácil. El pueblo salvadoreño y latinoamericano, en general, vio rápidamente su santidad y su entrega; san Romero de América Latina lo proclamó, tempranamente, el obispo y poeta Pedro Casaldáliga; pero hubo resistencias y dilaciones de parte de quienes aducían que, todavía, no era prudente hacerlo; lo veían como una persona incómoda, o no comulgaban con el sentido de su predicación. Dificultades hoy superadas por el Papa Francisco al reabrir el caso Romero. Caso que se inserta en una larga y dolorosa historia, de signo martirial, vivida por muchos en el continente desde hace 50 años; y a la que nuestro propio país no ha sido ajeno. La inmensa mayoría de las víctimas fueron personas solidarias con los pobres.
Romero no buscó el martirio, lo encontró en el camino de su fidelidad a la entrega de Jesucristo. Con sencillez dijo temer que lo mataran –algo que todos temíamos–, pero se negaba a dejar a su pueblo saliendo del país. En los días siguientes a su asesinato (24 de marzo 1980) era impresionante ver las interminables colas para ver y orar junto a su cuerpo en la catedral.
Lo hacían en silencio ante quien puso su vida al servicio de ellos, los había respetado como personas y comprendido sus sufrimientos. El domingo 30 tuvo lugar el entierro, pero una violenta interrupción, intencionalmente provocada, dio lugar a una gran confusión y pánico entre los miles de personas presentes en la plaza, dejando el saldo de varias decenas de muertos, la mayoría por asfixia y otros por disparos. En esas circunstancias, varias horas después, y casi a escondidas, Mons. Romero fue enterrado en la catedral por las pocas personas que permanecían en ella.
Romero fue ante todo un predicador, preparaba –y escribía– sus homilías con sumo cuidado; las tenemos hoy recogidas en varios volúmenes. Una voz escuchada en todo el país. Su prédica reclamaba una sociedad justa, respetuosa de todos sus ciudadanos, dado que solo así, según la Biblia, puede haber paz, pero con un importante acento en los derechos de los pobres y oprimidos, como lo hizo Jesús. En la línea de “una Iglesia pobre y para los pobres”, recordada por el Papa Francisco.
Este propósito tiene la frescura del evangelio, pero puede ser muy costoso. La muerte del arzobispo fue resultado de un asesinato, crimen provocado por su firme actitud de pastor que no calló ante el maltrato a un pueblo víctima de injusticias y vejaciones cotidianas, un pastor que el día anterior suplicó –y ordenó– a los soldados que no disparen contra el pueblo. Mons.
Romero no intentó ponerse por encima de todo y de todos proclamando una pretendida universalidad del amor de Dios, colocándose en una cómoda abstracción, en un ángulo muerto de la historia para verla pasar sin comprometerse con ella. A esta evasión de la realidad –y del Evangelio– se refería cuando decía “es muy fácil ser servidores de la palabra sin molestar al mundo, una palabra muy espiritualista, una palabra sin compromiso con la historia, una palabra que puede sonar en cualquier parte del mundo, porque no es de ninguna parte del mundo”.
Pastor cercano a su pueblo, Romero no tomó ese camino; su palabra quiso encarnar el Evangelio en la vida de su pueblo, en la de todos nosotros. Veía a la Iglesia como una comunidad “que haga sentir como suyo todo lo humano y quiera encarnar el dolor, la esperanza, la angustia de todos los que sufren y gozan, esa Iglesia será Cristo amado y esperado, Cristo presente”. Esa es la razón de su insistencia en la justicia, la entendía como parte capital del mensaje cristiano, no tenerla en cuenta, no practicarla, es rechazar una afirmación bíblica fundamental. De este modo, el reconocimiento del testimonio martirial de Oscar Romero amplía y enriquece la noción clásica del martirio.
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