Recientemente, en este mismo blog, reflexioné sobre los currículos de religión y moral católica, manifestando que, en mi opinión, se había perdido una oportunidad única para que la jerarquía de la Iglesia católica hubiera hecho un esfuerzo de empatía y modernización en los contenidos, fundamentalmente por no distinguir entre la catequesis y la enseñanza religiosa escolar; por la desaparición de la historia de la Iglesia o el diálogo con otras religiones y confesiones, es decir, para adecuarlo a una visión aperturista en la órbita del Papa Francisco, y de las demandas sociales de conocimientos religiosos en la escuela no confesionales.
Pero no sin sorpresa he venido comprobando cómo, de manera inadmisible, se ha hecho presente una caterva de opiniones infundadas y sesgadas sobre la religión católica en la escuela pública. Un verdadero linchamiento que para algunos ha sido la oportunidad de manifestar un odio que deberían tratar con especialistas, y para otros, ha sido la oportunidad para saldar viejas deudas y fantasmas, pero muy pocos han utilizado la sensatez que requiere el tema.
Aprovechando que “el Pisuerga pasa por Valladolid” en una manifestación de ideas enajenadas, se pretende engañar a la opinión pública diciendo, por ejemplo, que con la LOMCE la religión se convierte en evaluable, cuando siempre lo ha sido, aunque no computase en casos de concurrencia de expedientes. Otros han mentido, a sabiendas,cuando han afirmado la obligatoriedad de la asignatura de religión, cuando ésta mantiene, como no podía ser de otro modo por su carácter confesional, el carácter voluntario para los alumnos y la oferta obligatoria para los centros, como viene siendo desde hace décadas.
Se han utilizado argumentos tan peregrinos, como los de Mercedes Cabrera, exministra de Educación y Ciencia, que utilizando su cuna y su posición sostiene una premisa manida y falsa, con consecuencias evidentes: “la religión es un asunto muy serio pero muy privado, y que por lo tanto no debería interferir en temas pedagógicos o educativos, la deducción lógica es que esto debería estar fuera de la escuela. Quizás no fuera físicamente, pero desde luego fuera del currículo y de los horarios escolares”. De una opinión, en absoluto objetiva, sobre la privacidad de la religión, crea su discurso excluyente.
Por su parte, Europa Laica, que se mira el ombligo siendo incapaz de desprenderse de sus prejuicios ideológicos, se posiciona en contra del “adoctrinamiento religioso”, sin reconocer en un cierto desdoblamiento, su propia obsesión enfermiza y sus clichés recurrentes hasta el aburrimiento, aunque tampoco ayuda que, David Reyero García, asesor en materia educativa de la Conferencia Episcopal, sin pudor alguno y sin ser consciente del daño que ocasiona, desconociendo por completo la realidad de la escuela, sostenga en el programa radiofónico de Ángels Barceló, el 3 de marzo, que en las clases de religión católica en la escuela pública se da doctrina y, concluía, se adoctrinaba.
Otros, bajo el halo de intelectualidad, acusan de creacionismo a sostener que la creación del cosmos proviene de Dios, o que los profesores estemos incapacitados para un planteamiento independiente sobre Galileo o Miguel Servet o, en su caso, que sólo faltaba clonar a Torquemada. Estupideces que deberían avergonzar a sus dicentes.
En realidad, todos aquellos contrarios a la presencia curricular de la religión, no pretenden una mejora del currículo y del conocimiento de los alumnas/as sino, previo desprecio de todo lo religioso, condenar al ostracismo a la asignatura y a su profesorado, sin plantear alternativa alguna, como pudiera ser una Historia o Fenomenología de las Religiones y Convicciones de impartición general.
Muchos son voceros de partidos políticos y asociaciones demasiado salpicados de corruptos y sectarismo, cuyos currículos políticos y de gestión los catalogan perfectamente, y que aprovechan el crucial momento para hacer verdadero proselitismo de cara a las próximas elecciones.
En definitiva, una vez más, la enseñanza de la religión en los centros educativos públicos se ha vuelto a poner en el centro del debate ciudadano con la LOMCE, pero sin merecer de nuestros responsables políticos la necesaria reflexión ante los cambios radicales dados en nuestra sociedad, entendida en su mayor amplitud, y que como consecuencia de ello descubrieran la necesidad de una educación donde lo ”religioso” se reconozca y trabaje como una dimensión históricamente indisociable de las culturas, o más precisamente, como una de las mayores claves de interpretación de la historia humana.
Por tanto, un modelo educativo confesional se revela, en un futuro próximo, ampliamente impracticable, a causa de un cambio de paradigma que ha investido todo el sistema social y educativo. Pero ello no implica, en modo alguno, que tenga que desaparecer la enseñanza religiosa o sea introducida de manera transversal, sino que en nuestra sociedad pluralista, será un ejercicio de democracia si, con la libertad de creer, se asegura también el derecho de conocer el hecho religioso.
Por ello, es deseable buscar alternativas negociadas que permitan la presencia de la enseñanza de la religión de forma autónoma y permanente. Sin esa presencia continuada, se perdería una visión educadora importante para la educación integral, no sólo de los alumnos que reciben la materia de religión, sino del conjunto de la comunidad educativa, sobre todo teniendo en cuenta que la enseñanza religiosa confesional ha caído en crisis: ha podido funcionar en las escuelas públicas mientras la sociedad era “sociológicamente” cristiana.
El conocimiento de las religiones puede legitimarse por una razón ante todo funcional: las religiones proporcionan instrumentos conceptuales y materiales simbólicos para poder comprender de forma significativa el mundo y a uno mismo. La religión no es únicamente importante por los conocimientos que conlleva, sino también y sobre todo por la utilización que tales conocimientos conllevan en el proceso de aculturación escolar.
Y hasta que no hayamos construido un nuevo edificio no podemos ni debemos destruir el actual, pues se dejaría en la intemperie del frío invierno a muchas familias que defenderán, legítimamente, su “modus vivendi” ante la falta de alternativa, más allá del también legítimo derecho a obtener, en la escuela pública, una enseñanza religiosa en la educación de sus hijos.
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