Para el hombre del siglo XXI, la tecnología lo envuelve todo; nada sucede en su rutina diaria que no tenga relación con ella. Esta, a su vez, es hermana gemela de la ciencia, que no es tan nueva, pero que sólo desde hace poco tiempo ha empezado a afectar de hecho a la vida del ciudadano común.
A pesar de tanta importancia, una parte considerable de personas aún no comprende lo que realmente significan la ciencia y la tecnología. Algunos, motivados por declaraciones falsas de los medios de comunicación o de científicos que van más allá de sus competencias y las presentan como base para el ateísmo, se ponen contra estas dos herramientas maravillosas de nuestra era, creyendo que así defienden su fe. Esta postura, sin embargo, es la peor posible. Podemos enumerar al menos tres grandes motivos para que el cristiano se dedique a conocer más sobre ciencia – y de ellos derivan muchos otros.
El primer motivo es la supervivencia
Si estamos en un mundo tecnológico, sólo quien es capaz de lidiar con él puede tener un empleo y una vida digna en términos de remuneración: todos necesitamos, hoy, conocer en mayor o menor grado la ciencia y la tecnología para desempeñar sus trabajos. Nadie tiene derecho a alienarse y, a pesar de ello, tener una condición social mínimamente aceptable.
Si alguien, no importa por que razón, se coloca a priori contra la ciencia, ¿como puede estudiarla satisfactoriamente para desarrollarse profesionalmente? Esta persona, o está condenada a la hipocresía de quien está contra algo, pero lo acepta por intereses propios, o al completo fracaso profesional y, en consecuencia, social. Ciertamente, ¡no es lo que Dios espera de un hijo suyo!
El segundo motivo para que un cristiano conozca la tecnología y, especialmente, la ciencia, es la apología cristiana, o sea, la defensa de la fe.
Si en el mundo abundan afirmaciones de cuño ideológico que intentan atacar la fe usando la ciencia, nos toca protestar contra ese uso indebido de la ciencia. El papa León XIII refundó el Observatorio del Vaticano en 1891. Ya en el primer párrafo del motu proprio de refundación, dejaba bien claras sus motivaciones, hablando de los que atacan a la Iglesia:
“… Los hijos de las tinieblas tienen la costumbre de denigrarla [a la Iglesia] en público, con insensata calumnia, y, alterando la noción de las cosas y de las palabras, de llamarla amiga del obscurantismo, sustentáculo de la ignorancia, enemiga de la luz, de la ciencia y del progreso”.
Por construcción y estructura, la ciencia es neutra en relación a Dios. Es preciso que los cristianos se dediquen a comprender esto para no considerar su fe atacada sin base alguna por ateos que se dicen grandes defensores de la “verdad científica”. En el mismo documento, el papa deja claro que este es el papel esperado de los sacerdotes del Observatorio Vaticano:
“Que todos puedan ver claramente que la Iglesia y sus pastores no se oponen a la ciencia sólida y verdadera, sea humana o divina, sino que la alientan y promueven con la máxima dedicación posible”.
Creo que este también es papel de los laicos.
El último de los tres motivos es, en cierta forma, el más noble. Trata de intercambiar conocimientos entre la teología y la ciencia y la tecnología por el bien de las tras.
El amado papa San Juan Pablo II nos habló mucho sobre eso:
“La ciencia puede liberar a la religión de error y superstición; la religión puede purificar la ciencia de idolatría y falsos absolutos. Cada una puede atraer a la otra hacia un mundo más amplio, un mundo en el que ambas pueden florecer.” (Carta al director del Observatorio del Vaticano, 1988).
La fe puede ser enriquecida, pues “el espíritu crítico más agudizado la purifica de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino” (Gaudium et Spes, 7).
La ciencia y, principalmente, la tecnología son neutras moralmente y necesitan la ética para no volverse contra el hombre. Ejemplos concretos no faltan: tecnologías militares usadas para la destrucción masiva y la propia crisis ecológica son realidades terribles vividas actualmente por todos.
Tras citar estas tres principales razones para que un cristiano conozca la ciencia, acabo citando a San Agustín, para quien “…muchas veces un infiel conoce por la razón y la experiencia algunas cosas de la tierra, del cielo, de los demás elementos de este mundo…” y, por eso, es vergonzoso “que un cristiano hable de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa” (Comentario al Génesis).
No es razonable, por tanto, que un cristiano se coloque contra teorías científicas (como las del Big Bang y la Evolución, por ejemplo) por motivos puramente religiosos. Si quiere hacerlo, que lo haga en términos científicos, no teológicos – por respeto propio y de todos los demás cristianos.
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