En los próximos días se publicará la primera encíclica, a una sola pluma, del Papa Francisco, con el título “Laudato sii”, y un subtítulo del todo elocuente: “Sobre el cuidado de la creación”.
Este acontecimiento tan esperado como desconocido en su contenido, tendrá una línea, que intuyo innegable, no sólo de profundo y reverente respeto por nuestro entorno, entendiendo éste con la mayor amplitud, sino que será una apuesta por la analogía de las relaciones de hermandad entre todas las creaturas, pues así se asoma en las entretelas –negro sobre blanco- del “nomen Encyclia”, es decir, en el “Cántico de las criaturas” de San Francisco de Asís, que constituye la base poética de la defensa ecológica por excelencia, y en el que la silenciosa melodía que Dios canta en la creación, viene reverberada por el “poverello” de Asís.
La encíclica tendrá una base bíblica que, sin duda, partirá del libro de Génesis, en el que de una lectura sensata se manifiesta una ausencia de toda idea “creacionista” y, por tanto, no discordante con la idea científica del hecho evolutivo, como debe comprenderse de lo contenido en la tradición Elohísta, entre otros capítulos, en el primero y el inicio del segundo de Génesis (1,1-2,4a), que prefigura o “anuncia” que esta narración no es “creacionista” ni en su intención ni en su expresión, sino el mismo reflejo lustrado y reverberado al que canta San Francisco en el citado poema espiritual.
En este hermosísimo texto, Dios crea la luz y el firmamento, y sobre lo seco produce vegetación, hierbas que dan semillas y árboles frutales que dan fruto. Crea dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche, y crea las estrellas. También crea en el agua animales vivientes, y en el cielo aves que revolotean, y les bendice: “sed fecundos y multiplicaos, y henchid las aguas en los mares, y las aves crezcan en la tierra”.
En el sexto día, dijo Dios: “Produzca la tierra animales vivientes de cada especie: bestias, sierpes y alimañas terrestres de cada especie”. Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Los bendijo Dios, y les dijo Dios: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra. Dijo Dios: Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento. (…) Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien”.
De este acto creativo de Dios, a través de la palabra y con la bendición fecunda, se desprende que el ser humano es también un ser viviente creado, pero a imagen y semejanza de Dios, lo que le confiere particular dignidad y potestas sobre lo creado. Por ello, y al mismo tiempo, tiene una especial responsabilidad sobre la tierra y su cuidado; sobre cualquier animal y semilla, así como de todo árbol que sirva de alimento, porque “no es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre” (Mt 15,11).
Todo lo creado, finalmente, fue contemplado por Dios y vio que todo era muy bueno, por lo que mantener la bondad de la creación y rescatarla del desequilibrio ecológico, es respetar la idea primigenia, es decir, es comunión (koinonía) con nuestro entorno, con nuestro suelo y subsuelo, con nuestros cielos y con nuestras aguas, con nuestros animales y con nuestras hierbas y plantas, incluso cuando sirvan de alimento; y todo ello por su propia naturaleza, que además no podemos prostituir sin olvidarnos de la famosa y rotunda frase de Francisco: “Dios perdona siempre; los hombres, algunas veces; la naturaleza, nunca”.
De ello se infiere que, el medio ambiente correctamente concebido, no puede ser reducido, utilitariamente, a un mero objeto de manipulación y explotación, pero tampoco debe ser puesto por encima de la misma persona humana.
Tal y como sostiene la encíclica Sollicitudo rei socialis: “La humanidad de hoy, si logra conjugar las nuevas capacidades científicas con una fuerte dimensión ética, ciertamente será capaz de promover el ambiente como casa y como recurso, en favor del hombre y de todos los hombres; de eliminar los factores de contaminación; y de asegurar condiciones de adecuada higiene y salud tanto para pequeños grupos como para grandes asentamientos humanos. La tecnología que contamina, también puede descontaminar; la producción que acumula, también puede distribuir equitativamente, a condición de que prevalezca la ética del respeto a la vida, a la dignidad del hombre y a los derechos de las generaciones humanas presentes y futuras”.
Del mismo modo, la citada encíclica apunta a que “la programación del desarrollo económico debe considerar atentamente la necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza, porque los recursos naturales son limitados y algunos no son renovables”.
Por tanto, no podemos olvidar ni obviar, que la encíclica seguramente contendrá que la comunión con nuestro entorno será vacuidad e incluso ideología, si no se acoge como ágape que acuna y sustenta la fraternidad destruida en la sociedad civil por la desigualdad de las condiciones, entre los pueblos y entre las personas que ostentan la misma dignidad.
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