En días pasados hemos conocido que el Papa, en una nueva ofensiva contra la peor de las corrupciones morales, ha creado un Tribunal especial que juzgará a los obispos que encubran casos de pederastia. Su origen se encuentra en la propuesta realizada por la Comisión para la Tutela de los Menores que el propio Francisco creó, formada por 17 personas de distintas nacionalidades - entre los cuales se encuentran varios laicos representantes de las víctimas-, y presidida por el cardenal estadunidense Sean O'Malley, para luchar contra el encubrimiento de abusos.
La novedad reside, no sólo en la creación de un Tribunal ad hoc, sino en las causas de su generación, es decir, para juzgar los delitos de “abuso de oficio episcopal” por encubrir al clero denunciado por abusos sexuales a menores o personas frágiles, siempre y cuando no se les impute esos mismos delitos a ellos mismos.
Este Tribunal se erigirá como uno más entre los ya existentes y dependientes de la Congregación para la Doctrina de la Fe: El denominado Tribunal de la Sagrada Penitenciaría Apostólica, que trata causas de fuero interno (asuntos de conciencia), así como de la administración de las indulgencias; El Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, que vela por la correcta administración de la justicia dentro de la Iglesia católica; y el Tribunal de la Rota Romana, que es el tribunal de apelación de la Santa Sede.
La pederastia no es un problema que afecte al ámbito privado, sino que la creación de este Tribunal pone de manifiesto, a mayor abundamiento, la afectación pública y de todo el cuerpo eclesial (en los casos que nos referimos), siendo un signo de brutalidad y desigualdad contra los menores o incapaces, que además de la incoherencia que ello conlleva con el Evangelio, les impide el normal y pleno desarrollo de su personalidad.
Pero este Tribunal, que por su naturaleza no puede ser más que un órgano especializado e independiente teniendo en cuenta a quienes juzgará, revela la histórica impunidad de los agresores y el desamparo total de las víctimas dentro del cuerpo eclesial, pero también la sensibilidad de Francisco y de su entorno colaborativo, entendiendo el mismo como algo mucho más fundamental y radical que un molesto problema interno, irradiando miseria y desgracia en la credibilidad de la Iglesia, tantas veces dañada desde su interior, y en la propia coherencia eclesial con fuertes repercusiones en la dignidad de las personas abusadas.
La competencia para recibir y examinar las denuncias de “abuso de oficio episcopal” pertenecerá a las Congregaciones para los Obispos, para la Evangelización de los Pueblos o para las Iglesias Orientales, es decir, según el origen y la afectación territorial de la denuncia y del denunciado que, finalmente, de ser admitida y cursada, deberá ser el órgano correspondiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe quien dicte la sentencia definitiva y firme.
Teniendo en cuenta que la Iglesia, en virtud del Derecho canónico, tiene derecho originario y propio para castigar con sanciones penales la comisión de delitos, y que los mismos podrán ser medicinales o censuras, esto es, la excomunión, el entredicho o la suspensión; también se pueden imponer penas expiatorias que, en este tipo de delitos, por su gravedad, no cabría más que imponer la expulsión del estado clerical de todo Obispo culpable de encubrimiento, al igual que el autor de los hechos.
A nadie se le escapa que las referidas penas deben ser impuestas como medidas inmediatas y previas a su puesta a disposición ante las autoridades civilescompetentes para que, a su vez, sean juzgados bajo el código penal correspondiente, y les sea impuesta la oportuna pena de prisión por su conocimiento de la comisión de un delito y su encubrimiento, siempre que no haya intervenido en el mismo como autor o cómplice.
Francisco empezó limpiando la corrupción económica (IOR - Banca Vaticana), y continúa con la limpieza de la corrupción moral. Ahora sí, se acabó la tibieza.
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