A finales del pasado año (20 de noviembre), el Papa Francisco visitó la sede romana de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con motivo de la II Conferencia internacional sobre nutrición, donde su voz criolla dejó un profundo impacto entre los asistentes a su discurso.
El foro de acogida (FAO), tiene como objetivos principales la erradicación del hambre, la inseguridad alimentaria y la malnutrición, la eliminación de la pobreza y el impulso del progreso económico y social para todos, así como la ordenación y utilización sostenibles de los recursos naturales, incluida la tierra, el agua, el aire, el clima y los recursos genéticos, en beneficio de las generaciones presentes y futuras.
Por ello, Francisco supo anudar, en pocas palabras, los llamados Derechos humanos de segunda generación o Derechos Económicos, Sociales y Culturales, con los Derechos humanos de tercera generación, también conocidos como Derechos de Solidaridad o de los Pueblos, recordándonos la interdependencia, pero también las relaciones dañadas que se convierten en formas de agresión bélica y económica, que rechazan al excluido, sobre todo a aquellos que carecen del pan cotidiano y de un trabajo decente.
Nos recuerda que, “se habla mucho de derechos, olvidando con frecuencia los deberes; tal vez nos hemos preocupado demasiado poco de los que pasan hambre. Duele constatar además que la lucha contra el hambre y la desnutrición se ve obstaculizada por la «prioridad del mercado» y por la «preminencia de la ganancia», que han reducido los alimentos a una mercancía cualquiera, sujeta a especulación, incluso financiera. Y mientras se habla de nuevos derechos, el hambriento está ahí, en la esquina de la calle, y pide carta de ciudadanía, ser considerado en su condición, recibir una alimentación de base sana. Nos pide dignidad, no limosna”.
Como consecuencia de lo anterior, Francisco exige que se ponga en práctica la justicia; no sólo la justicia legal, sino también la contributiva y la distributiva, respetando los derechos fundamentales de la persona humana y, concretamente, la persona con hambre. Son criterios que, en el plano ético, se basan en pilares como la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad; al mismo tiempo, en el campo jurídico, estos mismos criterios incluyen la relación entre el derecho a la alimentación y el derecho a la vida y a una existencia digna, el derecho a ser protegidos por la ley, no siempre cercana a la realidad de quien pasa hambre, y la obligación moral de compartir la riqueza económica del mundo.
Es insultante que cuanto mayor sea el hambre, la exclusión, la precariedad y la necesidad del ser humano, en definitiva, cuanto mayor es el dolor por la soledad de la pobreza, mayor es el rechazo, el aislamiento, el desprecio, o la indiferencia por otros seres humanos. Tal vez sea consecuencia de la idea liberal de que cada cual tiene lo que se merece, y los ricos son tales por su inteligencia, tesón y demás virtudes, y los pobres, cuanto más pobres son, es debido a su cortedad mental, falta de preparación, desidia, vagancia u otras razones.
También recordó Francisco las palabras de Juan Pablo II, que en la misma sede en la inauguración de la Primera Conferencia sobre Nutrición, en 1992, puso en guardia a la comunidad internacional ante el riesgo de la «paradoja de la abundancia»: hay comida para todos, pero no todos pueden comer, mientras que el derroche, el descarte, el consumo excesivo y el uso de alimentos para otros fines, están ante nuestros ojos.
Esa paradoja sigue siendo rabiosamente actual y mientras tanto, millones de personas, heridas en su dignidad más profunda mueren de hambre, sin que ésta se presente, en palabras del “poverello” de Asís, como hermana muerte, sino que proviene de la inhumanidad y la crueldad del hombre hacia el hombre basada en la injusticia.
La interacción práctica entre los Derechos humanos económicos, sociales y culturales, y los Derechos de solidaridad o de los pueblos, como riego de agua viva y vivificante, tienen que hacer brotar, también en los excluidos, los Derechos políticos y civiles tan alejados de aquellos preocupados por su supervivencia. Los primeros, contemplan, entre otros, el acceso al trabajo, la educación y a la cultura, de tal forma que aseguren el desarrollo de los seres humanos y de los pueblos, y entre los de Solidaridad se encuentran los que contemplan cuestiones de carácter supranacional como el derecho a la paz y a un medio ambiente sano.
Mientras, nuestras sociedades y quienes las componen se determinan por un creciente individualismo y por la división; esto priva a los más débiles de una vida digna y provoca revueltas contra las instituciones fuertemente prostituidas. Cuando falta la solidaridad en un país se resiente todo el mundo. En efecto, la solidaridad es la actitud que hace a las personas capaces de salir al encuentro del otro y fundar sus relaciones mutuas en ese sentimiento de hermandad que va más allá de las diferencias y los límites, e impulsa a buscar juntos el bien común.
Estos principios, dice Francisco, pueden tener una fuente inagotable de inspiración en la ley natural, inscrita en el corazón humano, que habla un lenguaje que todos pueden entender: amor, justicia, paz, como elementos inseparables entre sí.
La comunidad internacional debe saber escuchar a la madre tierra, a la hermana agua y al hermano fuego, al hermano viento y al hermano aire, a la hermana nube y a la hermana estrella, al hermano sol y a la hermana luna, expresión y garantía de la máxima conciencia de la humanidad y de su dignidad, porque la primera preocupación debe ser, y de ella nos hablan, la persona misma.
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