(:::) la Iglesia, los católicos, la religión cristiana no merece la consideración ni la ayuda que merecen el deporte, o el cine, o los concursos de belleza. Solo les falta pedir que nos pongan una multa por ser católicos.
Contra estas agresiones del laicismo, nosotros afirmamos tres puntos difícilmente cuestionables.
Primero. Los ciudadanos tenemos perfecto derecho a vivir y actuar religiosamente en todos los ámbitos de nuestra vida, personal, familiar y social, según nuestra conciencia y a medida de nuestros deseos. Ninguna autoridad humana nos lo puede prohibir justamente.
Segundo. La autoridad civil, cuya razón de ser es el servicio de la sociedad, está obligada a proteger y favorecer la libertad de los ciudadanos, también en el ejercicio de su vida religiosa y moral tal como de acuerdo con su conciencia decidan hacerlo.
Tercero. Los ciudadanos católicos, como los demás, tenemos pleno derecho a intervenir en la vida pública en cuanto tales y tenemos el deber y el derecho de aportar al patrimonio común los bienes culturales y sociales que provienen de nuestra experiencia religiosa.
Detrás de las pretensiones laicistas hay una concepción totalitaria del Estado. Según esta mentalidad, el Estado es una especie de Ser Supremo que viene sobre nosotros y nos dicta cómo tenemos que vivir. Pero la realidad no es así. En el ordenamiento de la vida social, primero es la persona, como concreto real existente, y con la persona, la familia, en la que nacemos, crecemos y vivimos. Después viene la sociedad, cada vez más amplia, más abierta y más universal.
Desde dentro de la sociedad y de la sociabilidad humana nace la organización -el Estado-, que los ciudadanos nos damos para facilitar la convivencia y fomentar el bien de todos en libertad y justicia. Es el Estado el que tiene que ajustarse al ser de la sociedad a la que tiene que servir, y no al revés. Esto es la esencia de la democracia. Y lo contrario es dictadura y totalitarismo.
En el caso de la religión, el Estado lo único que tiene que hacer, que no es poco, es proteger la libertad de los ciudadanos para que cada uno pueda ejercitar y manifestar libremente su propia religión, según su propia conciencia, sin molestar ni atentar contra la libertad ni los legítimos derechos de nadie. De manera que la recta laicidad, lo mismo que la no confesionalidad, consiste en que el Estado proteja la libertad religiosa de la sociedad y de los ciudadanos para practicar la religión que quieran, sin beligerar en cuestiones religiosas que quedan fuera de su competencia.
Si los católicos españoles queremos seguir siendo libres y responsables, tendremos que comenzar a tomar en serio estas cuestiones. No es un asunto de los Obispos, sino que es algo que concierne directamente a toda la sociedad y a todos los ciudadanos. Lo que está en juego no son los privilegios de los curas, sino la libertad de los ciudadanos españoles para vivir libremente según su conciencia. En el fondo está la gran cuestión de si es el gobierno el que tiene que estar al servicio de los ciudadanos tal como son y como quieren ser, o bien son los ciudadanos los que tienen que someterse a los gustos y preferencias de los gobernantes.
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