Invitado: Daniel Rodríguez Herrera
Los diez mandamientos de Público, cuya formulación –dicho sea de paso– es todo un reconocimiento a las raíces cristianas de nuestra cultura, me parece en sí un desafío ideológico bastante más serio que cualquiera que haya hecho Escolar hasta la fecha, que cuando ha intentado cosas similares –véase si no el ridículo que hizo con su propuesta de nacionalización del dinero electrónico, como por otra parte hace siempre que intenta acercarse al mundo de la economía– ha fracasado miserablemente.
Por un lado, explica perfectamente la verdadera razón de por qué Público no tiene editoriales; por mucho que los periodistas progres se pongan estupendos con aquello de separar opinión de información, este texto es un editorial del diario colocado como si fuera un reportaje. Resulta mucho más cómodo; publicar editoriales diarios obliga a disponer de una serie de periodistas o colaboradores dispuestos a escribirlos con suficiente capacidad intelectual y literaria para abordar semejante tarea, algo de lo que evidente carecen. Por otro lado, el texto es un digno ejemplo de propaganda política; carece por completo de profundidad y no da razón alguna de sus tesis, sino que se limita a exponerlas como si fueran verdades evidentes por sí mismas. Sin embargo, están muy lejos de serlo en cuanto se examinan siquiera por encima, como suele suceder; la propaganda no espera imponerse por medio de la razón, sino a base de una repetición machacona.
El primero de los errores es el marco conceptual en el que se mueve. Si suponemos que Público acepta la Constitución y las vías de modificarla, debe respetar que España no es un Estado laico sino aconfesional, y que debe cooperar con las confesiones religiosas, y especialmente con la Iglesia católica. También que en España no hay consenso para modificar la Constitución, y menos en este punto. Pero como son estas discusiones las que mueven los consensos, como nos recuerda el caso del aborto en los 80, y dado que Zapatero y su caballería mediática están plenamente dispuestos a repetir la jugada, conviene analizar este texto breve y superficial como una suerte de confesión de intenciones del progresismo gobernante.
Así, desde el comienzo destaca que, por más que aseguren querer un Estado laico (la separación de Iglesia y Estado), en realidad persiguen un claro laicismo de Estado (la exclusión de la religión católica del ámbito público). El primer mandamiento está dedicado a pedir la prohibición de las escuelas concertadas religiosas. En un verdadero Estado laico, las religiones no tienen privilegios, pero tampoco deben carecer sus integrantes de los derechos que gozan los demás ciudadanos. No hay ninguna razón para que un sindicato o una asociación de izquierdas puedan montar un colegio concertado y no se le permita hacer lo propio a la Iglesia católica. Especialmente cuando, educativamente, logran mejores resultados que los colegios públicos. Parece claro que la proliferación de alternativas es un bien para la enseñanza, a no ser que se considere un bien aún mayor el adoctrinamiento en la ideología sectaria de la izquierda en los centros públicos, que parece ser lo que en el fondo se persigue.
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