Hace algunas semanas tuve oportunidad de alojarme en el Colegio Máximo San José en la ciudad de San Miguel, Argentina. Pasada la puerta principal encontré un banner con una fotografía ampliada del papa Francisco y una leyenda que grosso modo rezaba así: en este lugar vivió y enseñó el actual papa Francisco. Mientras estuve allí, oí a algún lugareño decir: “El Papa no se anima a visitar Argentina por la culpa de Cristina Fernández”. Aunque no es un aserto que haya escuchado muchas veces, tomé nota porque me hizo pensar.
En efecto, esta afirmación, acaso ligera, se confunde con otras que deslizan la idea de que el actual papa Francisco destila acciones de color político; y tanto es así que distintas personas a su alrededor, sean creyentes o no, interpretan políticamente sus gestos o la ausencia de estos. Hasta ahora recuerdo la fotografía del Pontífice junto a Donald Trump y los análisis que se hicieron hasta de su mirada cabizbaja. ¿Qué tan cierto es que Francisco sea político? Sin duda lo es, pero en el mejor sentido de la palabra porque su motivación explícita posee un arraigo espiritual. ¿Cuál es este “buen sentido” de la política y cómo la Iglesia puede transmitir de manera pertinente un discurso político?
Si hay un “buen sentido” de la política es porque también hay uno que no lo es. El “mal sentido de la política” se hace visible a través de una práctica que relega el bien común. Esa política, que abunda en nuestro medio, prolonga el ejercicio del poder como dominio sobre los demás y ya que no está orientada por el bien común, solo esperará la oportunidad para sacar partido obteniendo riquezas, honor o el engorde del propio ego. El buen sentido de la política, en cambio, entendida desde la cosmovisión creyente, es hacer vivo el Evangelio, escuela por excelencia del bien común. Desde este pozo al que Francisco apela con frecuencia, el Papa despliega una política interna y otra externa. No creo que sea el espacio de desarrollar in extenso lo que representa este actuar público; todavía es pronto para evaluar las consecuencias políticas de este pontificado. Baste por el momento señalar que el Papa no hace quites al espacio público especialmente si a través de la política puede hablar del Evangelio como palabra liberadora de las realidades más penosas y de las personas más sufridas de la sociedad. Cierto, lo primero es la misericordia (¿quién soy yo para juzgar?) y a través de este ejercicio del pontificado se nos recuerda con claridad que si en nuestra cosmovisión de la vida y en nuestra manera de hacer las cosas, postergamos la misericordia, habremos olvidado para siempre el Evangelio. En este sentido, en la política interna, no se puede ocultar que la misma Iglesia ha desdeñado alguna vez este criterio y se ha convertido en un instrumento de control; por eso nos hacen falta pastores con olor a oveja, es decir que estén cerca de las preguntas y necesidades de la gente de a pie. Y en el ámbito externo, si hoy la política parece el escenario de lo irracional y de la guerra por conquistar una parcela, el Evangelio enseña la esperanza activa en lo razonable.
En enero próximo nos visita el Papa. Para salir de lo anecdótico de esta visita pastoral, hay que centrarse en lo que significa este pontificado cuando el descreimiento y el tedio que se siguen de cierto secularismo pasan por nuestras vidas dejando a su paso una tierra arrasada.
Para muchos, la secularización solo tiene ventajas; sobre todo para aquellos que piensan implícitamente que la libertad es absoluta. En ese supuesto, algo ingenuo, la libertad no supondría responsabilidades; la secularización podría traer las respuestas para todo. No se debe negar que la religión cristiana fue desfigurada y transformada en el policía de la sociedad y así la secularización aportaría la exención de un régimen tutelar. Ahora bien, Peter Berger, estudioso de la religión y del complejo proceso de secularización ha hecho una observación que merece la pena ser atendida. Berger piensa que la secularización no ha sido capaz de ofrecer una explicación plausible al temor que generan las situaciones marginales y el riesgo de la anomia. Ya podremos hablar, como lo hace Habermas, de postsecularidad, pero el problema no ha dejado de ser el mismo: ¿cómo hacemos frente a situaciones que en el fondo no podemos controlar y que tienen relación con nuestros modos de experimentar la intensidad de los afectos (temor) frente a las situaciones que generamos por una libertad no discernida (marginalidad y anomia)? ¿No es este un asunto político por excelencia? Estoy seguro que esa pregunta es la que habría que resolver mirando las ciudades que ha escogido el Papa para su visita: Lima, Puerto Maldonado y Trujillo; pobreza solapada por el consumo, violencia en contra de la naturaleza de la mano con la trata de personas y violencia entre iguales pueden caracterizar a estas ciudades emblemáticas.
Por el bien de la religión católica, debemos dejar de lado visiones mágicas que olvidan la relevancia de los procesos históricos en los que los hombres y las mujeres construyen y aportan novedades a su destino último. Las grandes transformaciones políticas y sociales han sido resultado de una confluencia de intenciones y de puestas en práctica. Es decir el compromiso con un hacer. Sin perder esto de vista, la visita del Papa es un aliciente para una población creyente que quiere ver y escuchar al Papa incluso sobre temas tan sensibles como la pobreza o los abusos sexuales de miembros de la Iglesia.
Desde que el papa Francisco comenzó su pontificado ha subrayado un conjunto de criterios que no pierden vigencia. Todavía resuenan en nosotros muchas de las frases que se han convertido en slogans. Si Peter Berger recuerda cuán perentorio es responder a la marginalidad y a la anomia, se puede decir que el discurso del actual Papa está lleno de sentido porque no ha dejado de mostrar no tanto que estamos mal, sino sobre todo que tenemos la capacidad para provocar el advenimiento de la justicia. Podemos recordar así afirmaciones que expresan su deseo de tener una Iglesia pobre y para los pobres o una Iglesia que salga de ella misma y que se vuelva hacia las periferias. Aunque las resonancias sean políticas, solo se trata del Evangelio que los creyentes compartimos cada semana para animarnos a contemplar el mundo y transformar lo que todavía es penumbra. Si el mensaje del Papa puede responder mejor que la secularización a la marginalidad y a la anomia es porque no ha dejado de lado estas realidades, sino que ha propuesto iluminarlas con la luz del Evangelio. Pero más allá del Papa, gracias al Evangelio que predica, la marginalidad se hace cercanía que miramos con misericordia y la anomia se transforma en trabajo cotidiano de quienes saben que tienen responsabilidad entre sus manos. El acto político del Papa es el Evangelio y nada más.
P. Rafael Fernández Hart, SJ
Decano de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanas de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado por la revista Ideele N° 272
Decano de la Facultad de Filosofía, Educación y Ciencias Humanas de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
Publicado por la revista Ideele N° 272
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