Les tengo que confesar –es una apreciación personal y, por tanto, absolutamente subjetiva- que el 90% de las homilías que escucho son completamente prescindibles y aburridas. No son más que una repetición de palabras angostas y barrocas mezcladas con cierta ñoñería sensibloide e ideas generales y ambiguas que apenas nadie entiende. Ni siquiera el cura que las pronuncia.
Hay excepciones, más de uno me dirá, y es, evidentemente, cierto. Como en todo, hay sacerdotes que pronuncian homilías magníficas, vividas, experienciales y que emplean un lenguaje cercano y asequible a sus fieles.
Pero es curioso: Cristo cogió toda la complejidad y magnificencia del Reino de Dios y la simplificó en parábolas, con el fin de que todo el mundo las entendiera. Y muchos curas has hecho exactamente lo contrario: coger la sencillez de las parábolas de Jesús y elaborar unas predicaciones complicadísimas y aburridas.
¿Por qué no hablar con sencillez y, a la vez, con profundidad, del Reino de Dios? ¿Es posible predicar sobre lo divino sin caer en ñoñerías, en simplezas y frases hechas?
Hace unos años descubrí a varios predicadores evangélicos de Inglaterra y de Estados Unidos. Desde entonces, sigo las homilías de varios de ellos por YouTube: Nicky Gumble, Judah Smith, Rick Warren, etc. Sus predicaciones nunca duran menos de 45 minutos, pero se hacen cortas. De hecho, si en mi ciudad hubiese un sacerdote que hablase así durante sus misas, acudiría sin duda, aunque las homilías durasen tres cuartos de hora.
Hablan con pasión, con autoridad, con sencillez pero con profundidad, con veracidad, con conocimiento, con experiencia, con astucia, enraizados en el Evangelio. A veces, hasta tiran del humor. Sus predicaciones transforman, te hacen descubrir una verdad que permanecía oculta, te encienden. Son evangélicos, sí, pero comparten una gran parte del cuerpo doctrinal con el Magisterio de la Iglesia católica.
Sus iglesias crecen; los jóvenes acuden, el Evangelio es vivido, se forma comunidad. Les tengo una sana envidia. No puedo evitar compararlas con nuestras parroquias católicas, tantas veces impersonales, rutinarias, frías y meras dispensadoras de sacramentos.
Algunos alegarán al leer esto que ataco a los sacerdotes. Nada más lejos de mi intención. Los quiero, los admiro, tengo muchos amigos entre ellos y les ayudo en lo que está en mi mano.Pero veo la realidad de muchas parroquias, y no puedo evitar pensar así.
Pero esto iba de las homilías. Es verdad que no es, ni mucho menos, la parte más importante de la eucaristía. Pero es la que puede tener un mayor poder transformador de los corazones y las conciencias. Y, en ocasiones, pienso que no hay derecho a hacerle perder 15 minutos a los 200 fieles que asisten a la misa diciendo obviedades, ideas vagas y ambiguas, repetitivas y sin vida. Lo que no se vive no se predica. Y la predicación que no se prepara desde la oración y la vivencia realista del día a día no llega a la gente.
Entre los 200 asistentes a la misa que mencionaba antes, hay mujeres que les han puesto los cuernos a sus maridos; maridos que maltratan física o psicológicamente a sus esposas; jóvenes que anoche se emborracharon y se liaron con un par de chicas; empresarios que engañan a sus clientes y empleados; empleados que hacen lo posible por escaquearse de su trabajo; niños que acosan a sus compañeros del colegio.
Por supuesto; no nos escandalicemos: entre los católicos que asisten a misa cada domingo, o incluso a diario, hay mentirosos, corruptos, violentos, fornicadores, adúlteros, criticones, odiadores, egoístas y envidiosos. Y también hay mucha gente herida por la relación con su esposo o esposa, adolescentes que se sienten solos y excluidos de su grupo de amigos, personas a la que les ronda por la cabeza la idea del suicidio, gente deprimida y cansada de vivir.
No; los 200 asistentes a misa no son ángeles. Tienen sus debilidades y sus heridas. Y el problema de los curas y de los políticos, como decía Unamuno hace ya casi un siglo, es que hablan para auditorios que consideran convencidos. Y ahí está el curilla, hablando de florituras y ñoñerías que ni él entiende y que no conectan con la vida real de los feligreses. Y el feligrés sale de misa igual que entró: con sus problemas, sus heridas y sin haber escuchado una palabra de esperanza. Si el fiel no encuentra la esperanza en la Iglesia, ¿dónde la va a hallar?
Quiero a los curas; rezo por ellos; con muchos tengo una relación de profunda amistad e intimidad, les admiro y trato de estar cerca de ellos siempre que lo necesitan. Pero falta en la Iglesia católica ese ardor, esa transmisión de esperanza y de fuerza que los feligreses necesitamos para vivir ardientemente el día a día.
Homilías vividas, apasionadas, claras, sencillas, amables, concretas, incluso amenas. Tomen nota de algunos pastores evangélicos. En predicación tienen mucho que aportar.
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