Es prácticamente imposible discrepar del abortismo, del matrimonio entre personas del mismo sexo o cualquier otro dogma de la ideología de género-LGTB sin ser “acusado”, además de con los “machista” y “homófobo” de rigor, de sostener posiciones religiosas. No deja de ser sintomático que tener creencias en un ser trascendente y en otra vida pueda ser motivo de exclusión de un debate.
Cierto es que quienes así proceden nos dirán que no son las creencias en sí lo que rechazan, sino su imposición a toda la sociedad. Se trata de un pretexto bastante hipócrita, porque nadie discute la prohibición del asesinato o el robo (en realidad, comunistas y nazis sí lo hicieron) porque desprendan un innegable aroma judeocristiano. De lo que se trata, a todas luces, es de arrinconar al cristianismo desacreditando sus preceptos sobre moral sexual que entran en conflicto con la cultura hedonista y materialista.
Lamentablemente, muchos cristianos colaboran con esta estrategia involuntariamente, poniendo sus creencias entre paréntesis a fin de obtener el apoyo de los agnósticos más razonables, con la mejor de las intenciones. Así, por ejemplo, se repite a menudo que no hace falta ser católico ni siquiera creyente para estar contra el aborto. Hay en esto una media verdad que importa examinar con sumo cuidado, porque es mucho lo que nos jugamos
El pensamiento católico siempre ha considerado que razón y fe son complementarias. Para Santo Tomás existen verdades inaccesibles a la razón, y otras que, si bien están al alcance del entendimiento humano, como la existencia de Dios, “investigadas por la razón humana [exclusivamente] llegarían a los hombres por intermedio de pocos, tras mucho tiempo y mezcladas con muchos errores”, de modo que “para que con más prontitud y seguridad llegase la salvación a los hombres, fue necesario que acerca de lo divino se les instruyese por revelación divina.”
La fe, según la doctrina católica, no sólo auxilia a la razón allí donde esta no alcanza, sino que la guía en aquellas cuestiones donde teóricamente podría desenvolverse por sí sola, pero en las que es fácil errar y dejarse confundir por la multiplicidad de opiniones. Ahora bien, conceder que la razón pueda llegar autónomamente a determinadas conclusiones de tipo ético no es lo mismo que afirmar que la razón pueda desembocar en ellas directamente, saltándose la tesis racional de la existencia de un ser trascendente.
La razón puede llevarme a la existencia de Dios, y esta tesis conducirme a su vez, sin abandonar la vía racional, a sostener el carácter creatural, y por tanto sagrado, de la vida humana desde la concepción. Pero ¿podríamos sostener lo último sin admitir lo primero? El argumento laico fundamental contra el aborto es que el cigoto ya contiene el ADN irrepetible de la personalidad adulta. Si aceptamos que no podemos matar a un ser humano inocente, independientemente de cualesquiera condiciones físicas (como puedan ser su grado de dependencia, su mayor o menor capacidad física e intelectual, etc.), por el mismo motivo será un crimen acabar con la vida del humano en edad embrionaria o fetal.
Aparentemente, este argumento prescinde de la existencia de Dios, pero en realidad la está presuponiendo en el condicional: “Si aceptamos que no podemos matar a un ser humano inocente…” ¿Por qué habríamos de admitirlo si un ser humano sólo fuera una compleja forma de organización molecular? Si el hombre es sólo un pedazo de materia orgánica, no hay bases para otorgarle una dignidad absoluta distinta de la que tendría una esponja marina. El único fundamento de la ética será en última instancia un pragmático “no vayamos a hacernos daño”, del que por supuesto quedarán excluidos potencialmente los seres humanos sin capacidad de defenderse o por lo menos de hablar en su propia defensa.
Cuando los cristianos ponemos en sordina nuestras convicciones, puede que a corto plazo consigamos la colaboración del humanismo laico para determinadas causas nobles, pero no podemos perder de vista a qué precio. En primer lugar, sin quererlo estamos colaborando con el laicismo más agresivo a nuestra propia invisibilización, ahora que está tan de moda defender la “visibilización” de todo tipo de colectivos.
En segundo lugar, con esa actitud estamos contribuyendo a mantener la extendida ficción de que la civilización occidental, o al menos lo mejor de ella, se sostiene sobre principios estrictamente inmanentistas, incluso en pugna con la religión cristiana, a la que se caricaturiza burdamente como la antítesis del pensamiento racional y científico. Paradójicamente, esto puede acabar beneficiando… al islam.
Cuando se disfraza el mensaje del Evangelio, limando su tono de autoexigencia, interpretándolo en clave “social” y omitiendo las referencias a lo sobrenatural, se le regala al islam una inopinada posición alternativa, de la que se aprovechará el día que Occidente empiece a estar de vuelta del experimento progresista. Michel Houellebecq observa, en su novela Sumisión, lo siguiente: “A fuerza de melindrerías, zalamerías y vergonzoso peloteo de los progresistas, la Iglesia católica se había vuelto incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres.” ¿Hacia dónde se volverán entonces muchos, hastiados y frustrados tras varias generaciones de “liberación sexual”?
El fenómeno ya es perceptible en casos individuales, cada vez menos anecdóticos. Una española convertida al islam explicaba (Diari de Tarragona, 30 de agosto) algunos de los motivos por los que se había sentido atraída hacia esa religión: “El islam da mucha importancia a la familia”. ¡Por lo visto, a la señora ni se le ocurrió reconsiderar la doctrina católica!
En tercer lugar, y para terminar, lo peor es que, después de todo, la insistencia en buscar aliados agnósticos de la moral católica, incluso realzando su escepticismo religioso como si fuera un timbre de gloria adicional (se vio en algunos obituarios del filósofo Gustavo Bueno, fallecido el mes pasado), sólo porque coinciden en algunos asuntos con la posición de la Iglesia, posiblemente tampoco sirva para nada, ni siquiera a corto plazo.
¿De verdad creen ustedes que el progresista del montón, pro abortista, favorable a la “libertad sexual”, etc., se deja impresionar porque algún declarado ateo o agnóstico no siga la corriente en todos los temas? Cuando alguien se opone al aborto o critica la pornografía desde planteamientos estrictamente laicos, quien no vea en tales cosas nada esencialmente reprobable tenderá a pensar que aquel está condicionado por larvados prejuicios religiosos; muy probablemente con razón. En todo caso, ¡divinos prejuicios! No deberíamos esconderlos jamás.
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