jueves, 31 de marzo de 2011

La cruz y las aulas

En medio de la vorágine de la catástrofe de Japón y la guerra de Libia, ha pasado bastante desapercibida en los medios de comunicación una noticia que pone en cuestión los fundamentos mismos del laicismo agresivo del que hacen gala el actual Gobierno socialista español y quienes lo apoyan. Me refiero a la sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del pasado 18 de marzo que revoca otra sentencia anterior del mismo Tribunal y admite así la compatibilidad con los derechos y libertades fundamentales de la presencia del crucifijo en las aulas de los centros docentes públicos. El crucifijo como símbolo cultural e identitario El caso enjuiciado por el Tribunal Europeo de Derecho Humanos procede de Italia, un país donde los tribunales administrativos han llegado a conclusiones muy distintas que los nuestros sobre esta cuestión. Hay que recordar que a finales del año 2009 el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León decidió en sentencia firme que el crucifijo tendría que ser retirado de los centros docentes públicos si los padres de cualquier alumno lo pidiesen. Por el contrario, en Italia el Consejo de Estado había sentado en 2006 la doctrina de que la presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas públicas es plenamente compatible con el principio de separación de Iglesia y Estado que consagra la Constitución de la República, por lo que nadie tiene derecho a exigir su retirada. Debo confesar que, cuando leí en su día la decisión del Consejo de Estado italiano, me sorprendió bastante la argumentación en la que se basa, ingeniosa, pero a primera vista algo forzada. Sin embargo, al final ha acabado imponiéndose, porque, en cuanto se reflexiona un poco, no se puede menos que reconocer que acierta con el enfoque que se debe dar a este controvertido asunto. No se crea el lector que se trata de un abstruso silogismo jurídico. Bien al contrario, es fácil de entender para el lego en Derecho. Sostiene el alto tribunal administrativo italiano que la presencia del crucifijo es espacios como las aulas de los centros docentes públicos (y quien dice el crucifijo podría decir también el belén navideño, por ejemplo) puede tener tres significados distintos: uno obvio, que es el religioso, otro eventual, de carácter artístico, en el caso de que el objeto en cuestión tenga ese valor, y un tercero de carácter cultural o identitario, que es el que tiene relevancia pública. El significado del crucifijo como símbolo puramente religioso no permite justificar su presencia permanente en lugares de titularidad pública en un Estado aconfesional o laico; sí lo permiten, en cambio, tanto su significado artístico como el cultural-identitario. Ciertamente, sólo determinados crucifijos poseen un interés artístico relevante, pero todos ellos reúnen ese significado cultural que expresa valores esenciales de nuestra Civilización, como símbolo que es del cristianismo. Cristianismo y Civilización Cuando se discutió el proyecto de aquella Constitución europea que, felizmente, no llegó a salir adelante, hubo un gran debate a escala continental (uno de los pocos debates públicos relevantes que alguna vez ha adquirido esas dimensiones) debido a que el preámbulo del documento omitía intencionadamente la aportación del cristianismo a la formación de la Civilización europea y occidental. Esto lo consiguieron imponer los laicistas "a la Zapatero" que florecen por toda Europa, pero es un absurdo patente: gusté más o guste menos el cristianismo, su aportación decisiva a nuestra Civilización es un hecho objetivo incontrovertible. Es más, lo chocante, y así lo pone de manifiesto el Consejo de Estado italiano, es que el principio de laicidad es de origen cristiano. No, evidentemente, el laicismo agresivo "a la Zapatero", sino el laicismo entendido como separación Iglesia-Estado que ha evolucionado hasta el Estado aconfesional de nuestros días y que la propia Iglesia Católica acepta desde el Concilio Vaticano II. En la antigua Roma la separación entre religión y vida pública no era concebible, porque la religión era parte estructurante de la república, y aún en la actualidad tampoco existe nada parecido en otros ámbitos culturales distintos al occidental (basta mirar al mundo islámico para comprobarlo). En definitiva, el crucifijo tiene un sentido religioso que sólo atañe a los creyentes (de hecho, el que esté presente en la escuela publica no implica que todos los alumnos vayan a recibir instrucción religiosa), pero tiene también un valor cultural como símbolo del origen de los valores en los que se funda nuestra Civilización que debe ser respetado por todos. No se puede olvidar que en la propia Constitución española la libertad de enseñanza encuentra un límite: la educación tiene que socializar necesariamente en los valores de la Civilización occidental (en concreto, tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales), de claro origen cristiano. Las energúmenas de Somosaguas Mientras en Europa el debate sobre el laicismo se plantea en estos términos, en España seguimos en Somosaguas, que es algo completamente distinto y mucho más primitivo. Una capilla en un campus universitario no es un símbolo como el crucifijo, sino un espacio para que los miembros de la comunidad universitaria que sean creyentes puedan desarrollar sus actividades de culto, igual que en los campus hay espacios para otras actividades que tampoco tiene carácter docente ni investigador, como cafeterías, gimnasios, piscinas, y hasta algún spa. Bueno, igual exactamente no, porque resulta que la expresión de las creencias religiosas es un derecho fundamental consagrado en la Constitución y el bañarse en un spa, de momento, no. Por tanto, el caso de las energúmenas de Somosaguas, a diferencia del del crucifijo en la escuela pública, no plantea sutiles cuestiones relativas al alcance del principio de separación entre Iglesia y Estado, sino que es un vulgar atropello de los derechos fundamentales, éste sí indiscutible, que cubre de vergüenza a la Universidad española en su conjunto y nos retrotrae a los tiempos en que en los antecesores intelectuales de Rodríguez Zapatero prohibían a las órdenes religiosas ejercer la enseñanza por mandato constitucional y hasta decretaban su disolución, mientras las turbas criminales se lanzaban al incendio, el pillaje, la tortura y el asesinato. Y eso es lo peor: que las energúmenas de Somosaguas aúllen "arderéis como en el 36" y vinculen religión católica a derecha o ultraderecha, en un magnífico ejemplo de los resultados de la política de "memoria histórica" que, como bien se ve, consiste en atizar el rencor y el resentimiento por la derrota en una guerra civil concluida hace más de setenta años entre quienes no vivieron aquello, con el único fin de deslegitimar al adversario político, al que se ve como heredero de los vencedores de la contienda. De psiquiatra, pero también de juzgado de guardia.

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