domingo, 23 de julio de 2017

Lo que significa ser ‘ultracatólico’ allí donde a nadie le llaman ‘ultraateo’ o ‘ultraprogre’

Invitado: Contando Estrelas

La transversalidad de los anatemas de la izquierda
Esa manipulación del lenguaje se ha extendido hasta extremos sorprendentes. En 2014 un diario tachaba de “ultracatólico” a un colegio por ser afín al Camino Neocatecumenal, un movimiento de apostolado de la Iglesia Católica. ¿Sería el diario Público? Pues no: lo dijo el diario monárquico y antaño conservador Abc. La semana pasada un digital llamaba “plataforma ultracatólica” a HazteOir.org, una asociación de inspiración cristiana conocida por su defensa de la familia, del matrimonio y del derecho a la vida desde la concepción. ¿Sería el diario de Ignacio Escolar? Pues no: lo dijo El Español, dirigido por Pedro J. Ramírez, un señor con una larga experiencia en camelar a lectores de derechas para que le financien medios bañados de ideología progresista. En la misma línea, anoche El País llamaba “tradicionalista” al derechista francés François Fillon por su oposición al aborto, como si los únicos que se oponen a ese crimen fuesen los tradicionalistas.

¿Los ultraizquierdistas, ultraateos o ultraprogresistas no existen?
El periodismo español, salvo honrosas excepciones, disimula muy poco sus filias y sus fobias. Si prestas un poco de atención te darás cuenta de que España, según la mayoría de sus medios de comunicación, es un país donde hay ultraderechistas, ultracatólicos, ultraconservadores e incluso ultraliberales, pero no ultraizquierdistas, ultraateos o ultraprogresistas. Poco importa que entre la izquierda española haya fans declarados de dictadores como Fidel Castro y Lenin, que en nombre de laicismo se incite a “quemar la Conferencia Episcopal”, o que en nombre del progreso se abogue por suprimir los derechos humanos de todos aquellos que no hayan alcanzado una determinada edad, a fin de que sea legal matarles y descuartizarles en abortorios.

¿Qué es para ellos ser liberal, de derechas o católico?
En medio de este panorama, un liberal ya no es un tipo que defiende las tesis de Hayek o de Friedman, sino alguien que es libertino. Como dirigentes de varios partidos no tienen el menor pudor en llamarse liberales mientras llevan a cabo políticas socialdemócratas, la palabra “liberal” ya no significa nada y para anatemizar a los desobedientes del consenso socialdemócrata hay que decir “neoliberal” o “ultraliberal”, palabras que para cualquier progre vienen a significar lo mismo que ser un fascista o un nazi. De igual forma, ya que la derecha política ha desertado de la batalla de las ideas y ha ido asumiendo los dictados ideológicos de la izquierda, decir “derecha” ya no significa nada y por eso a cualquier derechista que lo sea de verdad se le tacha de “ultraderechista”, de modo que para cualquier izquierdista del montón toda persona de derechas es, sin más, lo mismo que Franco, Hitler o Mussolini. Así mismo, hoy hay tantos católicos que viven como si no lo fuesen, que hacen más caso a La Sexta que a su Iglesia, y que siguen más los dogmas de la corrección política que los Diez Mandamientos, que decir “católicos” ya no basta para provocar rechazo hacia quienes se esfuerzan por serlo de verdad: de ahí lo de “ultracatólicos”.

El peligro que supone una sola voz discordante
Detrás de esa manipulación del lenguaje y de los adjetivos que se usan para dividirnos entre “buenos” y “ultramalos”, hay posicionamientos morales, éticos e ideológicos en torno a temas muy importantes en los que nos jugamos mucho. Cuando los medios usan esos anatemas, lo que intentan es evitar que te posiciones de forma incorrecta. Si eres católico y te opones al crimen del aborto, y además rechazas las patrañas de la ideología de género (y su imposición en las escuelas) y no han conseguido convencerte de que una pareja del mismo sexo sea lo mismo que un padre y una madre, entonces no eres un católico a secas: eres un peligroso “ultracatólico”. Peligroso porque tu disidencia pone en peligro todo el tinglado de quienes se creen con derecho a imponernos cómo tenemos que pensar, de igual forma que un solo niño bastó para echar abajo el engaño masivo del traje nuevo del emperador en el famoso cuento de Hans Christian Andersen.

Si los húngaros no temieron a los tanques, ¿vas a temer tú a las palabras?
El problema del pensamiento único progresista es que sigue habiendo mucha gente dispuesta a decir lo que piensa aunque eso implique su señalamiento. De hecho, que no seamos ni dos, ni tres, ni cuatro… sino muchos, muchos más, es algo muy problemático para el despotismo progre, ya que cuantos más seamos los disidentes a señalar, y cuanto más dispuestos estemos a plantar cara a las imposiciones, más difícil será callarnos. Ni siquiera la coacción estatal basta para ahogar la contestación a atentados contra la razón y la decencia. Incluso las brutales dictaduras comunistas tuvieron que hacer frente a rebeliones: Tambov, Kronstadt, Hungría, Polonia, Tiananmen, Berlín… Y a diferencia de lo que ocurrió en Hungría, aquí no hacemos frente a tanques. Si los rebeldes húngaros no temían a esos vehículos acorazados y fuertemente armados, ¿qué miedo hemos de tener nosotros a que nos disparen con palabras? Cuando se pisotea la Verdad, la Justicia y el Derecho de forma constante, el uso de “palabras-policía” acaba resultando inútil y hasta ridículo. El mayor riesgo del progresismo actual es ese, y lo ha generado su propia soberbia, que le mueve a bloquear todo debate a base de descalificaciones. A estas alturas, si defender la vida, la libertad de educación, la familia y los valores cristianos implica que me pongan motes, pues me da igual. Lo que me importa es seguir defendiendo aquello que merece ser defendido, le pese a quien le pese.

No hay comentarios: