El alcalde de Nueva York,Bill de Blasio, levantará el próximo día dos de marzo una ley que prohibía que los niños llevasen teléfonos móviles al colegio, una de esas medidas impopulares que muchísima gente incumplía, incluido el propio hijo del alcalde. Los colegios, en función de sus preferencias, podrán ejercer políticas con respecto a los terminales a tres niveles diferentes: obligación de que permanezcan en las mochilas de los alumnos durante todo el día (de manera que pueden ser usados para un contacto en caso de necesidad, pero poco más), que su uso esté restringido a determinadas horas y lugares, o que se utilicen ocasionalmente en las aulas integrándolos en los procesos educativos.
La idea fundamental es usar el sentido común: por supuesto, los smartphonespueden, en un colegio, ser una fuente de distracción e incluso de problemas, pero la medida de simplemente prohibirlos para evitar esas distracciones o esos problemas es equivalente a matar al perro para evitar la rabia. Elsmartphone es, a día de hoy, la plataforma más adecuada para acercar la tecnología a un mayor número de personas y evitar el llamado digital divide – la próxima generación de terminales está previsto que esté en torno a los veinticinco dólares - y su uso en la educación es, cada día más, un imperativo que cobra más sentido.
Pocas cosas resultan más tristes que tener la posibilidad de que todos los estudiantes lleven un potente ordenador en el bolsillo… y que les prohibamos que lo lleven a clase porque se distraen con él. En realidad, el problema no está en la distracción, sino en la escasa habilidad de padres, educadores, profesores e instituciones para reimaginar los procesos educativos con una herramienta tan impresionante como esa. La educación es precisamente lo que tiene que conseguir que nuestros hijos vean un smartphone como tienen que verlo: como algo que sirve para muchas cosas, pero que exige unos protocolos de uso determinados. Que el smartphone pueda ser utilizado para jugar o para enviarse mensajes en medio de una clase no implica que por ello deba prohibirse, o restringirse su uso de manera rígida. De hecho, lo que deberíamos plantearnos cada vez más es por qué los alumnos no llegan con sus terminales y se encuentran un entorno amigable: un cargador en su mesa, una WiFi en la que hacer login automáticamente, y un entorno académico en el que la búsqueda y consulta de información sea una rutina habitual sujeta a entrenamiento y completamente integrada en la metodología académica.
La gran verdad es que la respuesta a la pregunta de qué edad es más adecuada para que los niños empiecen a tener un smartphone es tan sencilla como “a partir del momento en que dejan de llevárselo a la boca”. Cuanto antes empiecen los niños a adquirir familiaridad con este tipo de herramientas, mejor. Si estas herramientas se integran con sus juegos, con su comunicación, con su ocio y con su futuro… ¿por qué nos resistimos tanto a integrarlas con algo tan importante y con tantas posibilidades como su educación?
Con un monitor o proyector, un simple Chromecast de $35 y los smartphones de los alumnos, se puede organizar muy fácilmente una clase en la que el desarrollo de habilidades de búsqueda, gestión y manejo de información se convierta en un proceso completamente natural e integrado en la educación, con alumnos que envían los resultados de sus búsquedas o cualquier recurso accesible mediante un navegador a la pantalla. Sin embargo, la opción que se está tomando en mucho casos es precisamente la contraria: algo tan patético y absurdo como recurrir al desarrollo de leyes para prohibir el uso del smartphone en las aulas, haciendo que los alumnos vean el colegio como un entorno absurdamente desconectado, en el que están obligados a hacer una regresión al pasado, a llevar a cabo un downgrade cerebral. Fuera del colegio, la respuesta a muchas preguntas está a tiro de cuatro teclas en un smartphone. Pero dentro de él, el smartphone no existe, porque se considera algún tipo de “artefacto peligroso”. ¿Qué imagen puede desarrollar un alumno de un entorno educativo que le obliga a renunciar a avances tecnológicos que van a formar parte de su entorno durante el resto de su vida personal y profesional? ¿Son los profesores, los padres y los educadores incapaces de plantearse un uso serio y edificante de un aparato con el potencial del smartphone? ¿Les resulta imposible imaginarse las posibilidades que un aparato así ofrece de cara al proceso educativo, con que simplemente nos replanteemos muchas de sus mecánicas? ¿Cuánto más vamos a tener que esperar para que la integración de educación y tecnología se lleve a cabo con un mínimo de sentido común?
This article is also available in English in my Medium page, “Smartphones in the classroom: can we apply a little common sense here, please?”
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