Los clásicos son ignorados en parte porque están más allá del entendimiento de la mayoría de los estudiantes
Cada año, la National Association of Scholars (Asociación Nacional de Académicos de Estados Unidos) recopila una lista de libros de más de trecientas facultades y universidades y los recomienda como lectura de verano para sus estudiantes de primer año. La asociación llamó a esa lista: “Beach Books” (Libros de Playa), aunque no sea muy probable que alguno de estos libros sea leído. Mucho menos en la playa.
Lo que es preocupante de esa lista es que las grandes obras de la literatura, los llamados “clásicos”, son casi inexistentes. Sólo cinco instituciones sugirieron libros escritos antes del 1910. Por otro lado, más de la mitad de todos los libros sugeridos fueron publicados después de 2010. Los educadores se refieren a esos libros modernos como “lectura común”. De acuerdo con Ashley Thorne, directora ejecutiva de la Asociación Nacional de Académicos, “la lectura común sirve para formar las actitudes de los estudiantes para los debates actuales. Muchas de las lecturas son memorias o biografías de activistas sociales, que sugieren que los estudiantes deberían seguir su ejemplo”.
Es evidente que las instituciones que impulsan ese tipo de libro a sus alumnos nunca admitirán que su objetivo es hacer un lavado de cerebro, pero cuando se les presiona presentan justificaciones para la exclusión de los clásicos que pueden ser divididos en tres tipos.
El primer tipo es el de las justificaciones que pueden ser resumidas en la siguiente idea: “Los libros antiguos son irrelevantes hoy”. Thorne escribe: “Los alumnos están más interesados en temas de actualidad, como la inmigración, el racismo, el calentamiento global, el bienestar económico, la vida LGBT, el genocidio en África, la justicia en la distribución de los alimentos en el mundo y las guerras”. Nuevamente, la palabra clave es “relevancia”. Y así, en vez de enseñar a los alumnos a comprender el mundo a través de la lectura de los clásicos, el objetivo es “formar activistas para cambiar el mundo”.
La segunda categoría de justificaciones para rechazar la literatura clásica es la de la accesibilidad. No que los alumnos no consigan encontrar o comprar los libros clásicos: por accesibilidad, en este caso, se entiende la capacidad (o falta de ella) de comprender su contenido. Varios profesores participantes de investigaciones admitieron que muchos de los estudiantes nunca han leído un libro a lo largo de los doce años de su vida escolar anterior a la facultad (yo se que esto parece imposible, pero aparentemente es un hecho real). Por eso, sería mucho pedir que ellos pasaran de los mensajes de texto de sus celulares directamente a Tolstoi.
El tercer tipo de excusas presentadas para evitar las grandes obras literarias es que éstas serían “demasiado privilegiadas”. Thorne cita un comentario de Christopher Eisgruber, de la Universidad de Princeton: “El libro tiene que ser algo con lo que los alumnos puedan debatir. Por este motivo, yo tiendo a evitar los ‘clásicos’ con quienes los alumnos pueden sentirse obligados a venerar”.
Thorne explica las consecuencias de este pensamiento tortuoso: la derogación de los “hombres blancos muertos” significa hoy la marginación de los textos y las ideas que formaron la cultura occidental a lo largo de los siglos. Lejos de ser “venerados por alumnos intimidados”, estos libros están siendo cada vez más ignorados y olvidados.
Compartí lo expuesto arriba porque, cuando conocí estos hechos, yo estaba leyendo “Cicerón americano: la vida de Charles Carroll”, de Bradley Birzer, una biografía fascinante del único nombre católico de entre los que firmaron la Declaración de la Independencia de Estados Unidos.
Lo que es preocupante de esa lista es que las grandes obras de la literatura, los llamados “clásicos”, son casi inexistentes. Sólo cinco instituciones sugirieron libros escritos antes del 1910. Por otro lado, más de la mitad de todos los libros sugeridos fueron publicados después de 2010. Los educadores se refieren a esos libros modernos como “lectura común”. De acuerdo con Ashley Thorne, directora ejecutiva de la Asociación Nacional de Académicos, “la lectura común sirve para formar las actitudes de los estudiantes para los debates actuales. Muchas de las lecturas son memorias o biografías de activistas sociales, que sugieren que los estudiantes deberían seguir su ejemplo”.
Es evidente que las instituciones que impulsan ese tipo de libro a sus alumnos nunca admitirán que su objetivo es hacer un lavado de cerebro, pero cuando se les presiona presentan justificaciones para la exclusión de los clásicos que pueden ser divididos en tres tipos.
El primer tipo es el de las justificaciones que pueden ser resumidas en la siguiente idea: “Los libros antiguos son irrelevantes hoy”. Thorne escribe: “Los alumnos están más interesados en temas de actualidad, como la inmigración, el racismo, el calentamiento global, el bienestar económico, la vida LGBT, el genocidio en África, la justicia en la distribución de los alimentos en el mundo y las guerras”. Nuevamente, la palabra clave es “relevancia”. Y así, en vez de enseñar a los alumnos a comprender el mundo a través de la lectura de los clásicos, el objetivo es “formar activistas para cambiar el mundo”.
La segunda categoría de justificaciones para rechazar la literatura clásica es la de la accesibilidad. No que los alumnos no consigan encontrar o comprar los libros clásicos: por accesibilidad, en este caso, se entiende la capacidad (o falta de ella) de comprender su contenido. Varios profesores participantes de investigaciones admitieron que muchos de los estudiantes nunca han leído un libro a lo largo de los doce años de su vida escolar anterior a la facultad (yo se que esto parece imposible, pero aparentemente es un hecho real). Por eso, sería mucho pedir que ellos pasaran de los mensajes de texto de sus celulares directamente a Tolstoi.
El tercer tipo de excusas presentadas para evitar las grandes obras literarias es que éstas serían “demasiado privilegiadas”. Thorne cita un comentario de Christopher Eisgruber, de la Universidad de Princeton: “El libro tiene que ser algo con lo que los alumnos puedan debatir. Por este motivo, yo tiendo a evitar los ‘clásicos’ con quienes los alumnos pueden sentirse obligados a venerar”.
Thorne explica las consecuencias de este pensamiento tortuoso: la derogación de los “hombres blancos muertos” significa hoy la marginación de los textos y las ideas que formaron la cultura occidental a lo largo de los siglos. Lejos de ser “venerados por alumnos intimidados”, estos libros están siendo cada vez más ignorados y olvidados.
Compartí lo expuesto arriba porque, cuando conocí estos hechos, yo estaba leyendo “Cicerón americano: la vida de Charles Carroll”, de Bradley Birzer, una biografía fascinante del único nombre católico de entre los que firmaron la Declaración de la Independencia de Estados Unidos.
Nacido en el estado de Maryland, Charles fue enviado a Francia por el padre para garantizar una educación excepcional. A los once años, ya en Francia, entró en el Colegio de St. Omer. Durante seis años, estudió literatura, ciencia y filosofía.
Tenía que hacer recitaciones frecuentes y participar en discusiones, debates y concursos académicos. Tuvo que aprender griego y latín. Además de eso, estudió los escritos de algunos de los grandes autores del mundo occidental, entre los cuales Cicerón, Horacio, Virgilio y Dryden. Todos los años, Charles figuró como uno de los seis mejores alumnos de su clase.
Este párrafo de la biografía es particularmente informativo: “De los once años hasta los veintisiete, Charles recibió una intensa educación en Francia e Inglaterra. De los jesuitas franceses, aprendió las artes liberales y las grandes obras de la tradición occidental. A los diecinueve años, Charles defendió con éxito su tesis de ‘filosofía universal’ y se volvió maestro de artes. Con una sólida base en los clásicos y en las artes liberales, estudió derecho civil en Francia durante más de dos años y, en 1759, fue a Londres para estudiar derecho común”.
La formación de Charles se mostró inestimable cuando volvió a Estados Unidos y comenzó a convivir con muchos de los fundadores de la nación. Pero su conocimiento no era único, ya que muchos de aquellos hombres también estaban bien cimentados en los clásicos antiguos, que habían comenzado a estudiar desde muy jóvenes. Bradley Birzer escribió sobre los requisitos para entrar en las mayoría de las facultades norteamericanas en el periodo colonial: “Cuando un estudiante entraba en la facultad, generalmente a los catorce o quince años de edad, necesitaba probar su fluidez en latín y griego.
De acuerdo con los historiadores Forest y Ellen McDonald, el alumno necesitaba ‘leer y traducir del latín original al inglés las tres primeras Oraciones Seleccionadas (de Cicerón) y los tres primeros libros de la Eneida de Virgilio, así como traducir los diez primeros capítulos del Evangelio de Juan del griego al latín’”.
¿Conoces a alguien de catorce años que sea capaz de hacer eso?
Ni yo. Obviamente, las expectativas eran otras en el periodo colonial de Estados Unidos. En las facultades norteamericanas de hoy en día, las expectativas son tan bajas que un alumno que jamás ha leído un libro consigue ser aceptado. Yo no se si reír o llorar.
¿Puedo hacerte una sugerencia? Si este año te invitan a asistir a una graduación de Secundaria, pregunta a cualquier graduado cuáles fueron los cinco mejores libros que leyó a lo largo de sus estudios. La respuesta que te dará dirá mucho sobre la escuela que frecuentó.
Tenía que hacer recitaciones frecuentes y participar en discusiones, debates y concursos académicos. Tuvo que aprender griego y latín. Además de eso, estudió los escritos de algunos de los grandes autores del mundo occidental, entre los cuales Cicerón, Horacio, Virgilio y Dryden. Todos los años, Charles figuró como uno de los seis mejores alumnos de su clase.
Este párrafo de la biografía es particularmente informativo: “De los once años hasta los veintisiete, Charles recibió una intensa educación en Francia e Inglaterra. De los jesuitas franceses, aprendió las artes liberales y las grandes obras de la tradición occidental. A los diecinueve años, Charles defendió con éxito su tesis de ‘filosofía universal’ y se volvió maestro de artes. Con una sólida base en los clásicos y en las artes liberales, estudió derecho civil en Francia durante más de dos años y, en 1759, fue a Londres para estudiar derecho común”.
La formación de Charles se mostró inestimable cuando volvió a Estados Unidos y comenzó a convivir con muchos de los fundadores de la nación. Pero su conocimiento no era único, ya que muchos de aquellos hombres también estaban bien cimentados en los clásicos antiguos, que habían comenzado a estudiar desde muy jóvenes. Bradley Birzer escribió sobre los requisitos para entrar en las mayoría de las facultades norteamericanas en el periodo colonial: “Cuando un estudiante entraba en la facultad, generalmente a los catorce o quince años de edad, necesitaba probar su fluidez en latín y griego.
De acuerdo con los historiadores Forest y Ellen McDonald, el alumno necesitaba ‘leer y traducir del latín original al inglés las tres primeras Oraciones Seleccionadas (de Cicerón) y los tres primeros libros de la Eneida de Virgilio, así como traducir los diez primeros capítulos del Evangelio de Juan del griego al latín’”.
¿Conoces a alguien de catorce años que sea capaz de hacer eso?
Ni yo. Obviamente, las expectativas eran otras en el periodo colonial de Estados Unidos. En las facultades norteamericanas de hoy en día, las expectativas son tan bajas que un alumno que jamás ha leído un libro consigue ser aceptado. Yo no se si reír o llorar.
¿Puedo hacerte una sugerencia? Si este año te invitan a asistir a una graduación de Secundaria, pregunta a cualquier graduado cuáles fueron los cinco mejores libros que leyó a lo largo de sus estudios. La respuesta que te dará dirá mucho sobre la escuela que frecuentó.
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