Todos conocen el nombre del monje católico Gregor Mendel, padre de la genética; solo algunos saben que Niccolò Stenone, obispo y beato, puso las bases de la geología moderna; poco tienen presente que muchos otros eclesiásticos católicos -y algún pastor protestante, pero ningún imán, ningún rabino, ningún, chamán, ningún brahmán hindú, ningún monje budista- han sido la base de diversos campos de la investigación científica”.
Este es el motivo por el que Francesco Agnoli y Andrea Bartelloni han escrito un libro sobre el tema, llamado “Científicos con hábito. De Copérnico, padre del heliocentrismo, a Lemaître, padre del Big Bang” (ed. La Fontana di Siloe), en el que se destaca como en el origen de la ciencia experimental moderna haya sobre todo hombres religiosos para los que “estudiar la naturaleza no era otra cosa más que tratar de leer el libro escrito por el Creador, ir a la búsqueda de sus huellas, de sus pasos”, pero “sin ninguna pretensión de poseer toda verdad, de reducir la causa primera a las causas segundas, de transformar la ciencia experimental en una fe, de hacer una metafísica omnicomprensiva”.
“Científicos con hábito” es la historia de algunos personajes que vivieron en la época un fuerte fe religiosa en un Dios trascendente y una gran pasión por la investigación empírica y científica para dar cuenta de la fecunda relación existente entre fe y razón.
Muchos personajes son los que se cita, comenzando por Nicolás Oresme (1323-1382), obispo de Lisieux, que teorizó el movimiento rotatorio de la Tierra alrededor de su eje, siendo, por tanto, un precursor de Nicolás Copérnico, pasando después a Leonardo Garzoni, padre del magnetismo, y a Benedicto Castelli, experto de ciencia hidráulica, prosiguiendo con “el príncipe de los biólogos” Lázaro Spallanzani, primer naturalista de Europa, y Buenaventura Corti, jesuita experto de física.
Este es el motivo por el que Francesco Agnoli y Andrea Bartelloni han escrito un libro sobre el tema, llamado “Científicos con hábito. De Copérnico, padre del heliocentrismo, a Lemaître, padre del Big Bang” (ed. La Fontana di Siloe), en el que se destaca como en el origen de la ciencia experimental moderna haya sobre todo hombres religiosos para los que “estudiar la naturaleza no era otra cosa más que tratar de leer el libro escrito por el Creador, ir a la búsqueda de sus huellas, de sus pasos”, pero “sin ninguna pretensión de poseer toda verdad, de reducir la causa primera a las causas segundas, de transformar la ciencia experimental en una fe, de hacer una metafísica omnicomprensiva”.
“Científicos con hábito” es la historia de algunos personajes que vivieron en la época un fuerte fe religiosa en un Dios trascendente y una gran pasión por la investigación empírica y científica para dar cuenta de la fecunda relación existente entre fe y razón.
Muchos personajes son los que se cita, comenzando por Nicolás Oresme (1323-1382), obispo de Lisieux, que teorizó el movimiento rotatorio de la Tierra alrededor de su eje, siendo, por tanto, un precursor de Nicolás Copérnico, pasando después a Leonardo Garzoni, padre del magnetismo, y a Benedicto Castelli, experto de ciencia hidráulica, prosiguiendo con “el príncipe de los biólogos” Lázaro Spallanzani, primer naturalista de Europa, y Buenaventura Corti, jesuita experto de física.
También, Luis Galvani, descubridor de la electricidad animal que, según Niels Bohr dio vida a una “nueva época en la historia de la ciencia”, el experto en mineralogía René-Just Haüy, el experto de fluidos Juan Bautista Venturi, sismólogos y meteorólogos como San Alberto Magno y el padre Andrés Bina, el padre de la microsismología Teodoro Bertelli, el micólogo don Santiago Bresadola, Georges Eduard Lemaître, sacerdote que teorizó el Big Bang.
Se termina con dos religiosos que todavía viven, y que, además, son entrevistados: Giuseppe Tanzella-Nitti, que se ha dedicado durante algunos años a la investigación científica en el campo de la radioastronomía y de la cosmología, y el físico don Alberto Strumia.
Se deshace así el mito por el cual el doblete sacerdotes-científicos “suena mal”. El problema es que los dogmas del positivismo, vinculados desde hace mucho a los ambientes liberales o a las dictaduras del siglo XX, dichos y repetidos infinidad de veces, han dejado mella en el imaginario colectivo, nutrido de una versión banal, incompleta y anti histórica del asunto Galileo”.
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