Lo que el PSOE exige al Gobierno es inviable en términos jurídicos
El Derecho sería muy aburrido si todos opináramos lo mismo sobre temas jurídicos de hondo calado. En este sentido, y por ejemplo, tan respetable me parece la posición de quienes solicitan la denuncia de los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, como los que entienden inoportuna o incluso imposible dicha denuncia. Ya se comprende, pues, que la argumentación que a continuación desarrollo quiere ser respetuosa con la posición mantenida por el principal partido de la oposición sobre la cuestión planteada, quizás con algo de ligereza.Lo cual no quiere decir que, de entrada, no la considere anómala y contradictoria, siempre tomando como punto de referencia el texto de la proposición no de ley presentada en el Congreso. Dicha proposición, en su número primero, insta al Gobierno a que: «Proceda de inmediato a la denuncia de los Acuerdos entre España y la Santa Sede». La anomalía aquí proviene del clamoroso aislamiento en que esta proposición se inserta en el Derecho comparado y en el propio Derecho español histórico.
Concordatos estables
Respecto a la experiencia de otros países basten un par de ejemplos significativos. En 1929 Mussolini firmó, en nombre del Estado italiano, los Pactos lateranenses con la Santa Sede, en pleno auge del fascismo. Cuando la democracia italiana se instaura y se elabora la Constitución de 1947, no solamente no se denuncia el concordato firmado por el mayor enemigo de la democracia sino que nada menos se «constitucionaliza». Es decir, el art. 7 de la Constitución italiana expresamente los «santifica», en estos términos: «El Estado y la Iglesia católica son, cada uno en su propia esfera, independientes y soberanos. Sus relaciones se regularán por los Tratados de Letrán. Las modificaciones de los Tratados aceptadas por ambas partes, no requerirán procedimiento de revisión constitucional». Repárese, que este texto fue aprobado por una mayoría abrumadora de 453 votos, entre ellos socialistas, comunistas y democracia italiana. La revisión de los mismos -naturalmente efectuada de común acuerdo y sin ninguna denuncia previa- hubo de esperar casi 35 años (1982).
Oliveira Salazar -el dictador portugués- firmó en 1940 un concordato con la Santa Sede. Salvo una modificación introducida de común acuerdo en 1975 sobre el matrimonio, el concordato permaneció vigente en medio de una historia tormentosa que va de la dictadura a la III República, pasando por una guerra colonial y la Revolución de los claveles. Tuvieron que transcurrir más de 60 años para que, naturalmente sin denuncia ni especiales tensiones, se firmara el nuevo concordato de 2004.
Si del Derecho comparado pasamos al español, sobre todas las largas -y no siempre apacibles- relaciones entre la Iglesia y el Estado no se conoce ningún caso de denuncia unilateral. Incluso durante la II Republica española el viejo concordato de 1851, más o menos vigente, no fue denunciado, e incluso -lo que es poco conocido- hubo un intento entre los años 1934 y 1935 de negociación de un nuevo concordato entre el Gobierno republicano y la Santa Sede.
Con estos ejemplos -que podría multiplicar- quiero apuntar al hecho de que, en el panorama mundial y español, las relaciones entre los Estados y la Santa Sede suelen discurrir -incluso en momentos de tensión- por parámetros de prudencia en las tomas de posición y de estabilidad en los convenios internacionales suscritos por ambos focos de poder. Lo cual es una constante desde el primer concordato del que se tiene noticia, el de Worms de 1122 entre el emperador alemán Enrique V y el papa Calixto II. En este contexto, la propuesta de denuncia unilateral de los Acuerdos de 1976/1979 en España es, como dije, una anomalía que probablemente pasará a la historia del Derecho internacional como una curiosidad a pie de nota.
Denuncia imposible
Ocurre, además, que es muy dudoso que pueda denunciarse un tratado internacional -como son los Acuerdos españoles, según el Tribunal Constitucional español- que no incorporan cláusula de denuncia alguna, y en los que se habla, al contrario, de que la Santa Sede y el Gobierno español «procederán de común acuerdo» en la resolución de las dudas o dificultades que pudieran surgir de la aplicación de los Acuerdos. Efectivamente, acabo de decir que los Acuerdos en cuestión pertenecen jurídicamente a la especie de los Tratados internacionales. Estos, tanto por el Derecho internacional consuetudinario -al que están sometidos-, como a la Convención de Viena de 27 de enero de 1980 sobre el Derecho de Tratados, al no tener ninguna cláusula explícita que regule su propia extinción a través de una denuncia unilateral, solamente pueden modificarse conforme a las disposiciones del mismo, sin que pueda entenderse implícita la posibilidad de denuncia. Unos ejemplos bastarán para explicar lo que digo. Cuando Rusia intentó denunciar el Tratado de París de 1856 sobre el Mar Negro, las demás potencias, reunidas en Londres el 11 de enero de 1871, adoptaron un protocolo en el que contundentemente se decía: «Es un principio esencial del Derecho de gentes que ninguna potencia puede desligarse de los compromisos asumidos con otro Estado, ni modificar sus estipulaciones, más que por asentimiento de las partes contratantes, por medio de un acuerdo amistoso».
Los menos jóvenes aún recordamos la Nota del Gobierno soviético de 27 de noviembre de 1958 que sostenía que los acuerdos interaliados concernientes al estatuto de Berlín se habían convertido en caducos y procedía a denunciarlos. La respuesta de los franceses, británicos y estadounidenses fue que «no es aceptable un repudio unilateral por el gobierno soviético de sus obligaciones frente a los gobiernos francés, americano y británico». El Tratado de septiembre de 1990 que puso fin pacífica y consensuadamente al estatuto cuatripartito de Berlín, confirmó las tesis de los gobiernos occidentales. Y aunque la Convención de Viena citada no sea estrictamente aplicable -fue suscrita con posterioridad a la fecha de los Acuerdos- conviene tener en cuenta que el art.56 consagra igualmente la ilicitud de la «denuncia-repudio», al establecer que si un tratado no contiene disposición relativa a su extinción, «no se le puede poner fin más que por los motivos enumerados limitativamente en el convenio». El Tribunal Internacional de Justicia (La Haya) lo confirma en su sentencia de 25 de septiembre de 1997 que rechaza la aplicación unilateral del «estado de necesidad» para la denuncia de un tratado.
La anomalía de intentar sustituir el Concordato vigente (el conjunto de los cinco Acuerdos en vigor) por una ley unilateral de libertad religiosa choca, además, con el fenómeno de una llamativa eclosión de la legislación pactada en todo el mundo, paralela a ese crescendo de legislaciones negociadas por los Estados en otros ámbitos sociales (laboral, sanitario, sindical etc). Es significativo que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en el medio siglo que hoy nos separa del Concilio Vaticano II, superan notablemente en cantidad a todos los suscritos en los cinco decenios precedentes.
La razón estriba en que la bilateralidad potencia fórmulas de consenso que aquietan las pasiones y, en lo posible, satisfacen las inteligencias. En Europa occidental es muy frecuente y tradicional (España, Portugal, Italia, Alemania etc) la solución concordataria. A su vez, después del crack de 1989 en los países del Este europeo se ha producido una importante aceleración de la conclusión de concordatos y acuerdos (Polonia, Hungría, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Albania etc). Igualmente África ha sido testigo de su firma entre varios países y la Santa Sede (Costa de Marfil, Gabón, por ejemplo). Sin olvidar Medio Oriente (Israel, la OLP) o Asia (Kazajistán). Y en Latinoamérica cerca de una veintena de estados centro y sudamericanos conocen esa fórmula: desde Brasil a República Dominicana; de Argentina a Perú, pasando por Haití; o desde Ecuador a Colombia, sin olvidar Venezuela. Un auténtico boom de soluciones jurídicas consensuadas y elevadas a pacto entre ambas potestades. La posición del principal partido español de la oposición acentúa la anomalía y la soledad de su postura.
Fórmulas imaginativas
Por lo demás, conviene advertir que, hasta ahora, los temas en discusión entre la Iglesia y el Estado se han ido resolviendo en España a través de fórmulas imaginativas que, evitando aplicar la piqueta a una estructura aceptable, ha dado respuestas inteligentes a nuevas necesidades, sin abrir formalmente un proceso de revisión. Baste pensar en el simple canje de Notas (diciembre de 2006) entre la Nunciatura en España y el Ministerio de Exteriores, por el que se ratifican los acuerdos en materia de financiación de la Iglesia alcanzados por el Gobierno y la Conferencia Episcopal española. Entre ellos, nada menos que la definitiva terminación del sistema de dotación presupuestaria y su sustitución por el de asignación tributaria, elevando al mismo tiempo el coeficiente de este último al 0,7 % en la declaración del IRPF.
En fin, las pocas veces que el Tribunal Constitucional ha debido afrontar cuestiones relacionadas con los Acuerdos (capellanes castrenses, matrimonio, enseñanza de la religión, idoneidad del profesorado) nunca ha puesto en duda su constitucionalidad, lo que entonces sí que haría necesaria una revisión. Incluso el Tribunal de Derechos Humanos ha declarado acordes con el Convenio de Derechos Humanos, y con justificación «objetiva y razonable», la conclusión de Acuerdos entre la Iglesia católica y el Estado previendo para la Iglesia un estatuto fiscal específico, siempre que quede abierta la puerta para la conclusión de convenios entre el Estado y otras Iglesias que así también lo establezca. Lo cual está previsto en la Ley de Libertad Religiosa española de 1980. Esta referencia nos aboca a la conveniencia o no de una nueva Ley de Libertad Religiosa, a la que también alude la mencionada proposición no de ley. Tema interesante que podrá ser objeto de análisis posterior.
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