Por Marcos Santos Gómez.
El sociólogo teorizó que la forma contemporánea de la educación institucionalizada reproduce el planteamiento competitivo de la nobleza
El sociólogo Carlos Lerena (1940-1988), en su extenso libro “Reprimir y liberar” teorizó acerca de la forma contemporánea de la educación institucionalizada. Su hipótesis parece ser que toda la historia de la educación moderna es obra del ingenio “pequeño burgués” que, en competencia con la nobleza, busca adquirir una nueva nobleza basada en lo cultural, en el dominio de la cultura. Este planteamiento supondría que la educación forma parte actualmente del amplio juego de poder de la sociedad.
El sociólogo Carlos Lerena (1940-1988), en su extenso libro Reprimir y liberar teorizó acerca de la forma contemporánea de la educación institucionalizada, y en él planteó que ésta hunde sus raíces en la crisis de finales de la Edad Media que inaugura un concepto y una institución (la universidad) que serán ampliados hasta el siglo XVIII, cuando la nueva crisis producida por el mayor poderío del mundo burgués choque con el mundo del Antiguo Régimen (aristocracia e Iglesia).
La hipótesis de Lerena parece ser que toda la historia de la educación moderna es obra del ingenio “pequeño burgués”, que en competencia con la nobleza busca adquirir una nueva nobleza basada en lo cultural, en el dominio de la cultura, lo cual entra dentro de un amplio juego de poder en la sociedad.
Lerena se apoya en el comentario de fuentes textuales de intención pedagógica pertenecientes a literatos, juristas, clérigos, ilustrados, en los que halla una cierta unidad de fondo en la medida en que todos son, según él, variaciones más o menos elaboradas de la regula de San Benito, que regulaba la institución del monacato.
La educación, instrumento de poder para configurar al sujeto
El punto de partida de Lerena es la visión de la educación como instrumento del poder para configurar y crear a los sujetos. Evidentemente, el planteamiento es de resonancias nietzscheano-foucaultianas (aunque con pinceladas de Marx, que a lo largo del libro se van haciendo cada vez más evidentes) que son también asumidas por una tradición en España de sociólogos e historiadores de la educación cuyos métodos apuntan al genealogismo.
Esta forma de estudiar lo que ha ocurrido teórica y prácticamente en torno a la “educación” es de estilo deconstructivo y ha generado buenos trabajos, como los de Julia Varela y otros. Sin embargo, el problema de esta veta del pensamiento y ciencia pedagógicos es el que heredan de Foucault, del Foucault más demoledor y deconstructivo, que es su modelo, y que se nos muestra sobre todo en Vigilar y castigar.
Básicamente, se le puede reprochar a estos escritos de Foucault, dice Habermas en El discurso filosófico de la modernidad, el presuponer una normatividad sin reconocerla, pero usándola de hecho para elaborar lo que son juicios de valor. Se trata de una versión de la conocida contradicción performativa en la que incurren todas las filosofías más nihilizantes como es la del Foucault autor de los textos principalmente seguidos por estos autores españoles en su aproximación al fenómeno educativo y a la escuela.
Sin embargo, y dicho sea de paso, es un auténtico gozo sumergirse en un Foucault que aborda, al final de su vida, la fabricación del sujeto desde un punto de vista positivo, como trabajo de sí mismo, como autocreación. En este último Foucault se nos habla de un aspecto positivo en la tradición helenística grecorromana y en la tradición cristiana, de la que recoge precisamente ciertos aspectos de la ascesis que no significan necesariamente un ejercicio tiránico y destructivo, sino un camino para esculpirse uno mismo, para autoconfigurarse, siempre como respuesta ante el medio y ante el problema de la verdad.
Así, la filosofía como ethos en un primer momento y el trabajo ascético en la época cristiana no hieren necesariamente ni mutilan sino que construyen. Aquí Foucault mitiga un tanto su prurito deconstructivo y creo que apunta a un modo de ver la cuestión del sujeto y de la relación del sujeto con el medio que lo constituye, que ofrece un gran número de posibilidades para la pedagogía.
Para Foucault, recuerdo, se trata de un ir contra la corriente (contra la paideia convencional y los malos hábitos generados por ésta) para vencer ciertos hábitos y remodelarse. Si no aceptamos este aspecto afirmativo del proceso de subjetivización nos vemos abocados a tareas puramente genealogistas que acaben por dejarnos en la más absoluta nada.
La hipótesis de Lerena parece ser que toda la historia de la educación moderna es obra del ingenio “pequeño burgués”, que en competencia con la nobleza busca adquirir una nueva nobleza basada en lo cultural, en el dominio de la cultura, lo cual entra dentro de un amplio juego de poder en la sociedad.
Lerena se apoya en el comentario de fuentes textuales de intención pedagógica pertenecientes a literatos, juristas, clérigos, ilustrados, en los que halla una cierta unidad de fondo en la medida en que todos son, según él, variaciones más o menos elaboradas de la regula de San Benito, que regulaba la institución del monacato.
La educación, instrumento de poder para configurar al sujeto
El punto de partida de Lerena es la visión de la educación como instrumento del poder para configurar y crear a los sujetos. Evidentemente, el planteamiento es de resonancias nietzscheano-foucaultianas (aunque con pinceladas de Marx, que a lo largo del libro se van haciendo cada vez más evidentes) que son también asumidas por una tradición en España de sociólogos e historiadores de la educación cuyos métodos apuntan al genealogismo.
Esta forma de estudiar lo que ha ocurrido teórica y prácticamente en torno a la “educación” es de estilo deconstructivo y ha generado buenos trabajos, como los de Julia Varela y otros. Sin embargo, el problema de esta veta del pensamiento y ciencia pedagógicos es el que heredan de Foucault, del Foucault más demoledor y deconstructivo, que es su modelo, y que se nos muestra sobre todo en Vigilar y castigar.
Básicamente, se le puede reprochar a estos escritos de Foucault, dice Habermas en El discurso filosófico de la modernidad, el presuponer una normatividad sin reconocerla, pero usándola de hecho para elaborar lo que son juicios de valor. Se trata de una versión de la conocida contradicción performativa en la que incurren todas las filosofías más nihilizantes como es la del Foucault autor de los textos principalmente seguidos por estos autores españoles en su aproximación al fenómeno educativo y a la escuela.
Sin embargo, y dicho sea de paso, es un auténtico gozo sumergirse en un Foucault que aborda, al final de su vida, la fabricación del sujeto desde un punto de vista positivo, como trabajo de sí mismo, como autocreación. En este último Foucault se nos habla de un aspecto positivo en la tradición helenística grecorromana y en la tradición cristiana, de la que recoge precisamente ciertos aspectos de la ascesis que no significan necesariamente un ejercicio tiránico y destructivo, sino un camino para esculpirse uno mismo, para autoconfigurarse, siempre como respuesta ante el medio y ante el problema de la verdad.
Así, la filosofía como ethos en un primer momento y el trabajo ascético en la época cristiana no hieren necesariamente ni mutilan sino que construyen. Aquí Foucault mitiga un tanto su prurito deconstructivo y creo que apunta a un modo de ver la cuestión del sujeto y de la relación del sujeto con el medio que lo constituye, que ofrece un gran número de posibilidades para la pedagogía.
Para Foucault, recuerdo, se trata de un ir contra la corriente (contra la paideia convencional y los malos hábitos generados por ésta) para vencer ciertos hábitos y remodelarse. Si no aceptamos este aspecto afirmativo del proceso de subjetivización nos vemos abocados a tareas puramente genealogistas que acaben por dejarnos en la más absoluta nada.
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