Dentro de aproximadamente una hora estaré en ITworldEDUhablando sobre el futuro de las metodologías educativas, dibujando comparaciones entre la exitosa educación de postgraduados en nuestro país y el claro fracaso de la educación primaria, secundaria y universitaria, y tratando de explicar por qué mi idea de “matar al libro de texto” tiene mucha más metodología detrás y va muchísimo más allá de ser un “poner a los alumnos a navegar” o de un “odio el papel y a quienes lo producen”.
Soy perfectamente consciente de que una escuela de negocios tiene poco que ver con una escuela primaria, secundaria o universitaria. Y de hecho, la propia metodología de las escuelas de negocios está en evolución – algunos dicen que en crisis – para adaptarse a un nuevo escenario tecnológico, con las resistencias habituales de este tipo de procesos. Pero sobre todo, creo que de la experiencia de ambas pueden extraerse muchas lecciones interesantes de cara al futuro.
Como sociedad, hemos vivido un proceso de cambio que nos ha llevado a un escenario completamente diferente a aquel para el que originalmente diseñamos el proceso formativo. Hace no tantos años, la educación se llevaba a cabo en un escenario en el que el acceso a la información era un bien preciado. Los profesores eran los que administraban los conocimientos al alumno mediante libros de texto y apuntes, que transmitían a los alumnos con los medios entonces a su alcance. El alumno debía memorizar muchos de estos conocimientos y entender cómo acceder a otros, ayudado por una metodología que enfatizaba la repetición mediante preguntas, ejercicios, exámenes… ¿Qué constituía un trabajo típico? “Para mañana, quiero dos folios con las causas de la 1ª Guerra Mundial”. Eso significaba biblioteca, enciclopedia, copiar, y finalmente, pasar a limpio. El valor estaba en saber encontrar y sintetizar la información. Y con ello, un proceso de aprehensión de conocimientos que, posteriormente, había que repetir en un examen.
Hoy, la metodología es sencillamente absurda. La comunicación de los conceptos mediante apuntes y lecciones magistrales resulta ineficiente y ridícula. Los trabajos son resueltos con un rápido recurso al Ctrl+C, Ctrl+V, y despachados, en el mejor de los casos, con una pequeña reescritura y cambio de estilo hecho “para disimular”. El conocimiento empaquetado en un libro de texto, como comentábamos hace poco tiempo, supone una simplificación y una atrofia de una necesidad clara del alumno actual: la de orientarse en la red. Saber buscar, cualificar, filtrar, validar y utilizar información que proviene de fuentes muy diversas, muchas de ellas malas, algunas buenas, y sobre todo, enormemente plurales. Al profesor corresponde ejecutar un curriculum determinado: proponer y acotar temas a los alumnos, gestionar fuentes de información, estimular la creatividad y la discusión, todo ello necesariamente apoyado en una base fuerte de gestión de la información digital que eduque a los alumnos en el manejo de lo que va a ser su herramienta fundamental en toda su vida profesional.
Lo primero: la formación del profesorado. En todo proceso de cambio, la formación y colaboración del profesorado es crucial, tal y como ocurre en el aclamado modelo finlandés. Y no se trata de alfabetizar tecnológicamente al profesor, sino de hacerlo consciente de un papel diferente: el de gestor de curriculum. Al profesor corresponde llevar a buen puerto un programa educativo con contenidos establecidos y acordados, y sobre todo, no intentar saber más que el alumno en cuanto a metodologías de presentación. No se trata de tener profesores que sean ingenieros de software, sino que sean capaz de inspirar y dirigir discusiones en clase, que tengan criterio sobre su asignatura, y puedan enseñar al alumno a gestionar información. El cómo la presenten o la trabajen es algo que puede ser dejado a su iniciativa: que la escriban en un blog, que la discutan en un foro o que hagan un vídeo es parte del proceso de aprendizaje, y el profesor tan solo debe dirigirlo, incentivarlo y valorarlo adecuadamente. El trabajo de los alumnos es el de recolectores de contenidos, que presentan trabajos indicando sus fuentes, que son evaluados por un profesor en modo content-curator, y que resuelve sus dudas. Los alumnos escogen herramientas, discuten, comentan y presentan.
¿Herramientas? Las estándar. Los campus virtuales, los Blackboard, los Moodle y compañía enseñan a los alumnos a manejar una herramienta que solo van a volver a ver en otra institución educativa. No tienen valor frente al uso de herramientas abiertas como blogs, documentos colaborativos, foros o repositorios de enlaces. Reinventar un sistema de foros o de blogs para integrarlo dentro de un entorno cerrado no tiene ningún sentido. Los libros digitales o multimedia no tienen sentido más que como una fuente adicional más de conocimiento que compite con otras en la red: el conocimiento es abierto, no empaquetado. En el fondo, coordinar el aprendizaje con un desarrollo de habilidades en el campo en que más las van a necesitar.
¿Utópico? No tanto. ¿Criticable? Por supuesto. Pero cada vez veo más colegios atreviéndose a dar pasos en este sentido – en la mayor parte de los casos sin una idea clara de hacia dónde van y guiándose casi por intuición – y, sinceramente, creo que es hacia donde vamos a ir. Como padre, me sentiría mucho más a gusto en una metodología basada en la red, que expone a mis hijos a todo tipo de conocimientos expresados con múltiples puntos de vista – ya se encargará el profesor o yo mismo de apoyarlos o criticarlos – que sometidos a un libro de texto que, como hemos podido comprobar, adoctrina descaradamente en virtud de los intereses de una editorial.
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