Invitado: Daniel Prieto
¿Cómo hacer para recuperar el auténtico ideal del maestro, a saber, el de ser capaz de conducir o educar (del latín ex=desde/ducere=conducir), al discípulo en la verdad de sí mismo y por ende de su misión en la tierra? Quizá el secreto esté en recordarles a los maestros que alguna vez ellos también fueron discípulos, y que en realidad nunca dejaron de serlo. Cuando leemos los Evangelios nos encontramos con la palabra mathetés (“discípulo”) que deriva del verbomanthano, que quiere decir a su vez aprender, comprender, recordar. El verdadero discípulo, en ese sentido, es aquel que sabe com-prender y re-cordar (del latín cor/cordis, o sea, poner de nuevo en el corazón) lo que el maestro ha transmitido, no solo con sus palabras, sino sobre todo, con su vida. No es casualidad que en inglés y en francés para referirse a “aprender de memoria” se usen respectivamente las expresiones “par cœur” y “by heart” (aprender de corazón). El discípulo auténtico hace suyo lo aprendido no solo con la cabeza, sino especialmente con el corazón. De hecho, las raíces de estas palabras (math-, manth) tienen que ver con la actividad mental, pero no en el sentido reductivo que le damos hoy, porque en la antigüedad, sea griega que latina, la mens (mente) hacía más bien referencia al principio vital de toda la persona (sede de las pasiones y de la voluntad). En ese sentido, podríamos concluir poéticamente que el discípulo genuino es aquel capaz de adquirir y hacer suyos en lo más profundo de su interior el modo de sentir y de pensar del maestro, o sea, es capaz de hacer suyos su mente y su corazón. Es un aprendizaje que tiene mucho más de ético y místico que de cognoscitivo.
Ahora bien, dicho esto quisiéramos proponer cuatro grandes enseñanzas que nos ha dejado el Maestro por antonomasia, Aquel al cual todo maestro, que se quiera considerar auténticamente tal, se debería conformar, o como decíamos hacerse uno con su corazón.
1. El auténtico maestro es manso y humilde de corazón
«Sócrates, otro gran maestro, ya lo había intuido: “S0lo sé que nada sé”– sentenció y, aceptando con humildad sus límites, se convirtió en el hombre más sabio de la polis. Sin duda podemos afirmar que «la humildad es la condición epistemológica de determinadas percepciones» (Nicolás Gómez Dávila, EII, 294a), tal vez de las más determinantes para alcanzar la sabiduría; pues «hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos. A esto os ayudará el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la lámpara, que da luz sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15)» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación). En ese sentido, el Maestro por excelencia, llevó esta intuición a su plenitud: «Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra» (Mt5,5), «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».
«¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable «mansedumbre». Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la norma del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es la que puede asegurar un futuro digno del hombre» (Benedicto XVI, ángelus 3 julio 2011).
2. El verdadero maestro enseña con autoridad que es servicio
El asombro de todos fue tan grande que se preguntaban unos a otros: «”¿Qué es esto? Un doctrina nueva, y ¡con qué autoridad! Miren cómo da órdenes a los espíritus malos ¡y le obedecen!”». Así fue como la fama de Jesús se extendió por todo el territorio de Galilea» (Cfr. Mc. 1, 21-28).
«¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del oeste en el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a este concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario el abandono de toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida a ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el siglo pasado sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es importante, por tanto, reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y solo un medio, y que necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador, en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero bien de las personas y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda preciosa en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.» (Benedicto XVI, audiencia general Miércoles 26 de mayo de 2010).
«(…) Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero. Por consiguiente, el educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también él es frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en sintonía con su misión» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación).
3. El auténtico maestro busca la Verdad integral que libera
Dijo el Maestro: «“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”» (Jn14,6), «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn8,31).
«A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. […] Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano. […]La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor. […]En este sentido, los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo Platón: “Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d). Esta alta aspiración es la más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a vuestros estudiantes, y no simplemente unas técnicas instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente» (Benedicto XVI, encuentro con los jóvenes profesores universitarios).
4. El auténtico maestro es un discípulo que permanece, perseverando, en el amor del único Maestro
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: –“Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos”» (Jn 15,1-8).
Volviendo a las raíces que mencionábamos en relación a la palabra discípulo, «perseverancia» en el original es hypomoné, que es después traducido muchas veces como paciencia, aunque en realidad la etimología es mucho más rica. El el prefijo hypó– significa «bajo”, de esto surge el significado de «soportar», el verbo méno en cambio significa «permanacer», tomados en su conjunto podemos decir que la hypomoné consiste en aprender a permanecer soportando, en este caso gracias al amor.
«La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente en sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad se ha vuelto tan frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor» (Benedicto XVI, homilía Estadio Olímpico de Berlín Jueves 22 de septiembre de 2011).
«(…)Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador» (Benedicto XVI, mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación).
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