Invitado: Eulogio López
El director de El País, don Javier Moreno, atraviesa uno de sus mejores momentos... y eso que aún no ha conseguido librarse de Janli Cebrián.
Al parecer, ha descubierto que los agnósticos se han vuelto ateos, y que, ya puestos, comienzan a organizarse. Esto le ha producido una hemorragia de placer y como el arma más mortífera de un director de periódico son sus periodistas, les ha puesto a trabajar en la nueva cruzada anti-cruz. Por ejemplo, acaba de dedicar dos páginas a explicarnos una campaña de publicidad que decorará los autobuses de Londres, bajo el siguiente eslogan: “Probablemente no hay Dios, así que deja de preocuparte y disfruta de la vida”. A la que seguirá otro del mismo cariz en Estados Unidos: “¿Por qué creer en un dios? Sé bueno por la propia bondad”.
Son dos puntas de lanza de la creciente reivindicación del ateísmo y la apostasía, que al parecer es la moda en el mundo. Ni que decir tiene -lo dice el teólogo favorito de Peces Barba, Juan José Tamayo-, que la culpa la tiene la Iglesia Católica, que está degenerando en fundamentalismo.
No nos engañemos: el enemigo de este furia atea -en defensa de la opresión religiosa, por supuesto, no es el Islam o el budismo, sino el Vaticano y sólo el Vaticano. Sabemos, desde Chesterton hasta hoy, que los blasfemos no pueden lograr ningún efecto a menos que sean creyentes en el fondo: “Si alguien duda de ello, que pruebe a tener pensamientos blasfemos sobre Thor”.
Trasformada la duda agnóstica en certeza atea -¿A que no?- dejémonos guiar por el inolvidable gordazo británico, más que nada para mostrar que esta fiebre de ateísmo no es cosa de hoy, sino de hace 100 años (o sea muy progresista): “Es imposible ser imparcial con la Iglesia católica. En el momento en que los hombres dejan de apartarse de ella comienzan a acercarse a ella. En cuanto dejan de gritar contra ella, comienzan a escucharla con placer... Sólo la Iglesia católica puede salvar a los hombres de la degradante esclavitud de ser hijos de su tiempo... Lo que queremos de una religión es que esté en lo cierto cuando nos equivocamos”.
Uno puede dedicarse a quemar conventos y fusilar curas, que siempre tendrá la sensación de enfrentarse al viejo dicharacho: “Dios ha muerto”: Nietzsche. Y a continuación: “Nietzsche ha muerto”: God.
Naturalmente, nuestros ateos defiende con Tamayo que la Iglesia coarta la libertad del hombre. Respuesta chestertoniana: “La libertad sólo existe cuando hay reglas. Cuando rompemos las reglas estamos ligados por las consecuencias”. O sea, la eterna maldición de todo las personas decentes que alguna vez hemos soñado con la anarquía: eres libre para tirarte por un barranco si te place, pero no para evitar las consecuencias de haberte tirado.
La Iglesia oprime las conciencias, especialmente en la confesión: “Si una muchacha no debe contar ningún pecado a un hombre sentado en la esquina de una Iglesia, parecer ser, en la actualidad, es el único lugar donde no lo hace”.
Los católicos pretenden imponer su credo a través del poder político, lo que atenta contra la libertad religiosa: “La libertad religiosa tendría que significar que todo el mundo fuese libre para hablar de religión. En la práctica significa que a casi nadie se le permite mencionarla”.
Lo malo de prescindir de Cristo es que nos quedamos a oscuras. Por tanto, las campañas ateas, gente de lo más capaz, precisa encontrar un sustituto. Como el siglo XXI es menso profundo que el XIX, del que es hijo, el ateo de hoy no recurre al racionalismo sino que se queda en el empirismo pelado. En definitiva, se conforma con cambiar a Cristo por la ciencia. Pero la ciencia, pobrecita, no da para mucho, sólo para la interpretación de la materia. En esta orgía de ateísmo, insisto, sin duda preferible al agnosticismo, uno de los imprescindibles de El País, el matemático italiano Odifreddi nos explica que “la ciencia puede ofrecer incuso una concepción espiritual del mundo”. Esto es muy bueno. El estudio de la materia convertido en religión. Ni tan siquiera nos cuenta nuestro matemático que de la observación del mundo material podemos deducir lo inmaterial, seguramente a través de un teorema matemático. No, es que la propia materia, aquello que la ciencia puede medir y contar constituye una hermosa religión, fé esperanza y caridad en un solo trazo. Una majadería que haría sonrojarse a cualquier ateo de 200 años atrás, para quien la verdad estaría, en todo caso, en el interior del hombre, postulado que nuestro ZP entendió a lo bizco para exclamar que, cuanto más lo pensaba con más claridad concluía que el verdadero Dios es el hombre, afirmación en la que trata de permanecer, y por muchos años, en el templo de La Moncloa, donde le adoran los redactores de El País y otros medios de comunicación progresistas.
Pero volvamos al eslogan británico: Como probablemente -¡Caramba, no sería mucho pedir algo más de certeza y algo menos de probabilidad!- Dios no existe mejor que disfrutes de la vida.
Ahora bien, si no hay Dios, si hemos sido arrojados al universo sin razón alguna, las opciones son dos: pegarse un tiro o pegárselo a todo aquel que se ponga por delante, a quien me impida satisfacer mis cambiantes deseos. ¿Disfrutar de la vida cuando todo acaba en la muerte? Si no hay creador, ni redentor, ni padre, ¿dónde está el placer que me proponen desde los flancos de los autobuses londinenses de dos pisos? ¿Todo un universo para una existencia individual de 60, 80 0 100 años y con achaques desde los 40? ¡Menuda broma pesada! ¿La bondad por la bondad? ¡Valiente tontería!¿Dónde hay que reclamar?
Al parecer tal es la propuesta de la nueva modernidad. ¡Pues qué alegría!
El presidente Zapatero gusta hacer alardes de ateísmo, pero conste que lo que está promocionando no es ateísmo, sino teofobia. Y, recuerden que no se blasfema sobre Thor, de lo que realmente estamos hablando es de Cristofobia.
¿y saben lo mejor? Que todo este vendaval ateo, que asola principalmente a Europa, esa vieja ramera que expande vicios por el mundo, no es un problema de fé, sino de esperanza. La fé poco tiene que ver en esta historia. No creer en Dios significa no poder explicar el mundo, condenarse a la ignorancia pero, mucho más importante, condenarse a la desesperanza.
No falta fé en la sociedad actual, sino esperanza, la esperanza que tenían las civilizaciones antiguas, dadas al homicidio, sí, pero no a la languidez, y la esperanza que perdió la formidable -por culta, por artística, por refinada, por pudiente- Roma pagana, aquélla que lo tenía todo pero le faltaba una razón para vivir, ergo, no tenía nada. De igual manera. El mundo actual disfraza su amarga desesperanza de ateísmo científico... y no puede disfrutar de la vida.
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