Para quienes creemos que hace poco más de dos mil años Dios se hizo hombre y nació de Santa María Virgen en un pobre portal en Belén, que allí fueron a adorarlo, primero los pastores enviados por ángeles, hombres humildes y tan pobres como el propio Niño que adormecía en una cuna de paja y heno, y después Reyes venidos de muy lejos, guiados por una estrella, a los que hoy llamamos Magos, estos son días de inmensa alegría, de enorme felicidad. Lo expresamos con cánticos –villancicos- y adornando nuestras casas con belenes que recuerdan aquel momento que cambió la historia de la humanidad. Engalanamos puertas y ventanas con un único motivo: recibir, de nuevo, al Niño en nuestras vidas y agradecerle que cada año vuelva a nacer en nuestros corazones. Nos sentimos mejor, nos volvemos más generosos, deseamos a todo el mundo una Feliz Navidad porque, en el fondo, sabemos que no hay nada mejor que la alegría de la Fe. Hay, sin embargo, a quien le molesta esta expresión de felicidad, y parece que en los últimos tiempos sentir todo esto que acabo de describir es motivo de escarnio y razón para que quien lo siente deba esconderse detrás de una falsa careta de celebración de una Navidad pagana.
Un error. Lo peor que puede hacer un cristiano es esconderse, porque entonces estará siendo desleal con el mensaje que aquel gesto de amor infinito hacia los hombres nos transmitió durante generaciones: un mensaje de respeto a los demás, de tolerancia, de libertad de elección, pero también de convicción en la fe, de seguridad en nuestras creencias. Dar un paso atrás, dejar de defender y de explicar la razón última de la celebración de la Navidad, supone ceder terreno ante los enemigos, no ya de Dios o de la religión, sino ante los enemigos de la propia esencia del ser humano, de su condición de hombre libre. La Navidad es la expresión máxima de la tradición cristiana que ha hecho de nuestra civilización la más avanzada, la más libre, la más igualitaria y la más tolerante. Sin ese espíritu que invade todos los años nuestras casas y nuestras calles el mundo sería, seguramente, mucho más horrible de lo que ya es. Por eso la Navidad trasciende la pura celebración cristiana del nacimiento de Cristo y se convierte en todo un símbolo de nuestra propia liberación como hombres de la esclavitud de lo que los cristianos llamamos pecado y que quienes no tengan fe pueden, sencillamente, vincular a la malicia innata al ser humano.
La Navidad nos arranca lo mejor de nosotros mismos, y eso no se produce porque encendamos las luces de un árbol o colguemos hojas de muérdago del techo. Ni porque las calles y los centros comerciales se llenen de santas vestidos de rojo y barba blanca, icono producto de una conocida marca de refrescos. Ni porque se juegue la lotería, ni porque las casas se llenen de regalos, ni porque lo diga la propaganda de unos grandes almacenes. La Navidad nos arranca lo mejor de nosotros mismos porque ese fue el fin último del gesto de amor que Dios hizo hacia los hombres, y seamos católicos, protestantes, ateos, agnósticos, de izquierdas, de derechas, de centro, curas, laicos, jóvenes o viejos, al final nos sentimos arrastrados por ese espíritu, y se nos llenan los ojos de lágrimas con cada recuerdo de un ser querido que nos falta, y la boca de sonrisas con cada niño al que vemos extasiado ante la imagen de los Reyes a su paso en la Cabalgata que antecede a esa noche mágica. ¿Quién puede negarle a un niño la ilusión de creer que, en efecto, Melchor, Gaspar y Baltasar allanarán su morada para dejarle a los pies del árbol o del Belén, al lado de su zapato, esos regalos que con tanta ansiedad lleva esperando desde hace meses?
Independientemente de que creamos o no, de que tengamos fe o seamos agnósticos, lo cierto es que la tradición cristiana ha inundado nuestras vidas desde hace siglos, y las ha condicionado para bien, pues al margen de muchos errores que en nombre de la Cristiandad se puedan haber cometido, el balance final, la herencia de tanta fe durante tantos siglos es una sociedad abierta, tolerante, libre…, pero que sin embargo corre el riesgo de olvidar de donde viene esa fuerza que nos ha hecho así, y caer en las trampas de los enemigos de la libertad que, curiosamente, coinciden con los enemigos de la cultura cristiana. Ser cristiano, hoy, conlleva la obligación de hacer profesión de fe y dar ejemplo de convivencia en tolerancia y libertad, pero sin dejar que nadie pisotee ni merme nuestro derecho a celebrar lo que tanto bien ha aportado a la humanidad. Sin imponer a nadie nada, sin obligar a nadie a nada, respetando a quienes no quieran celebrar estas fiestas o solo vea en ellas una invitación pagana al consumismo, pero dejando claro que detrás de cada “feliz Navidad” que salga de nuestros labios hay una invitación sincera a ser felices por lo mucho que la Navidad ha supuesto para nuestras vidas. Por eso yo les deseo a todos ustedes, amables lectores, una muy Feliz Navidad.
Un error. Lo peor que puede hacer un cristiano es esconderse, porque entonces estará siendo desleal con el mensaje que aquel gesto de amor infinito hacia los hombres nos transmitió durante generaciones: un mensaje de respeto a los demás, de tolerancia, de libertad de elección, pero también de convicción en la fe, de seguridad en nuestras creencias. Dar un paso atrás, dejar de defender y de explicar la razón última de la celebración de la Navidad, supone ceder terreno ante los enemigos, no ya de Dios o de la religión, sino ante los enemigos de la propia esencia del ser humano, de su condición de hombre libre. La Navidad es la expresión máxima de la tradición cristiana que ha hecho de nuestra civilización la más avanzada, la más libre, la más igualitaria y la más tolerante. Sin ese espíritu que invade todos los años nuestras casas y nuestras calles el mundo sería, seguramente, mucho más horrible de lo que ya es. Por eso la Navidad trasciende la pura celebración cristiana del nacimiento de Cristo y se convierte en todo un símbolo de nuestra propia liberación como hombres de la esclavitud de lo que los cristianos llamamos pecado y que quienes no tengan fe pueden, sencillamente, vincular a la malicia innata al ser humano.
La Navidad nos arranca lo mejor de nosotros mismos, y eso no se produce porque encendamos las luces de un árbol o colguemos hojas de muérdago del techo. Ni porque las calles y los centros comerciales se llenen de santas vestidos de rojo y barba blanca, icono producto de una conocida marca de refrescos. Ni porque se juegue la lotería, ni porque las casas se llenen de regalos, ni porque lo diga la propaganda de unos grandes almacenes. La Navidad nos arranca lo mejor de nosotros mismos porque ese fue el fin último del gesto de amor que Dios hizo hacia los hombres, y seamos católicos, protestantes, ateos, agnósticos, de izquierdas, de derechas, de centro, curas, laicos, jóvenes o viejos, al final nos sentimos arrastrados por ese espíritu, y se nos llenan los ojos de lágrimas con cada recuerdo de un ser querido que nos falta, y la boca de sonrisas con cada niño al que vemos extasiado ante la imagen de los Reyes a su paso en la Cabalgata que antecede a esa noche mágica. ¿Quién puede negarle a un niño la ilusión de creer que, en efecto, Melchor, Gaspar y Baltasar allanarán su morada para dejarle a los pies del árbol o del Belén, al lado de su zapato, esos regalos que con tanta ansiedad lleva esperando desde hace meses?
Independientemente de que creamos o no, de que tengamos fe o seamos agnósticos, lo cierto es que la tradición cristiana ha inundado nuestras vidas desde hace siglos, y las ha condicionado para bien, pues al margen de muchos errores que en nombre de la Cristiandad se puedan haber cometido, el balance final, la herencia de tanta fe durante tantos siglos es una sociedad abierta, tolerante, libre…, pero que sin embargo corre el riesgo de olvidar de donde viene esa fuerza que nos ha hecho así, y caer en las trampas de los enemigos de la libertad que, curiosamente, coinciden con los enemigos de la cultura cristiana. Ser cristiano, hoy, conlleva la obligación de hacer profesión de fe y dar ejemplo de convivencia en tolerancia y libertad, pero sin dejar que nadie pisotee ni merme nuestro derecho a celebrar lo que tanto bien ha aportado a la humanidad. Sin imponer a nadie nada, sin obligar a nadie a nada, respetando a quienes no quieran celebrar estas fiestas o solo vea en ellas una invitación pagana al consumismo, pero dejando claro que detrás de cada “feliz Navidad” que salga de nuestros labios hay una invitación sincera a ser felices por lo mucho que la Navidad ha supuesto para nuestras vidas. Por eso yo les deseo a todos ustedes, amables lectores, una muy Feliz Navidad.
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