Los horrendos crímenes, delitos y pecados de abusos sexuales cometidos durante lustros por sacerdotes y religiosos católicos contra menores han tenido consecuencias dramáticas en decenas de miles de víctimas y familias, pero también en la propia Iglesia católica.
Esta crisis ha minado la Iglesia, ha causado una paulatina descomposición en ella, como sucede con toda epidemia que no se controla a tiempo y se taja de raíz.
Tras lo sucedido, la Iglesia necesita renovarse espiritualmente, purificarse, volver al Evangelio, uniéndose particularmente al dolor de las víctimas y sus familias, los pobres necesitados, los enfermos y los cristianos perseguidos. Estos son sus verdaderos tesoros.
La crisis de los abusos sexuales ha sido tan profunda que ha empañado la propia misión de la Iglesia como propagadora de la luz del Evangelio y ha mermado su reputación moral y ética entre los mismos católicos, los demás cristianos, sus hermanos judíos, los miembros de otras religiones y los no creyentes. Lo que jamás lograron siglos de persecución religiosa, lo ha conseguido esta endiablada crisis localizada en el mismo corazón del servicio eclesial.
Ahora se entiende que, según narran los Evangelios, Jesucristo fuera tan enérgico en su condena contra quienes abusan de pequeños y los escandalizan: "más les valiera atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar".
Como también se entiende que fuera implacable con el comportamiento hipócrita de los fariseos a quienes tildó de "sepulcros blanqueados".
La crisis de abusos sexuales ha unido fatalmente el fariseísmo y el atropello criminal generando un cóctel molotov de inesperada magnitud. Parafraseando al papa Francisco, en su duro discurso del pasado 24 de febrero de 2019, podemos decir que "el eco del indefenso grito silencioso de las víctimas hará temblar los anestesiados corazones de sus verdugos".
Las causas de la crisis parecen estar claras. La Iglesia no ha sabido seleccionar y formar a una buena parte de sus sacerdotes y religiosos, que sin duda no alcanzaban el nivel espiritual exigido para desempeñar una misión que requiere un talento muy especial y un gran espíritu de servicio.
La Iglesia, deseosa de salvaguardar su nombre y por un equivocado prurito de evitar escándalos, ha encubierto la verdad. Y sin verdad, no hay luz, y donde no hay luz abunda la tiniebla, la podredumbre.
La Iglesia, debido a una inadecuada comprensión de la compasión, no aplicó, con el rigor necesario, la fuerza de su derecho canónico sancionador (técnicamente pobre en este punto, por cierto), cuando la dignidad de las víctimas y el mismo bien común lo reclamaban a gritos. La misericordia nunca ha estado reñida con la justicia, pues sin esta aquella se convierte en puro sentimentalismo.
La Iglesia, por último, ha dado un excesivo protagonismo al sacerdote, olvidándose del papel fundamental de las mujeres y hombres corrientes, que son tan Iglesia como cualquier clérigo.
Pero, si bien de lo dicho creo que no puede quitarse una coma, pienso que hay señales ciertas para la esperanza y la renovación. La Iglesia, esa bimilenaria empresa divina construida sobre la fragilidad humana, ha sabido reconocer sus errores del pasado con valentía y determinación, y ha cambiado radicalmente de actitud y rumbo. La reciente cumbre del Vaticano sobre abusos sexuales lo ha confirmado con creces.
Su propósito de enmienda es firme, y sincero su esfuerzo por renovarse. La Iglesia se está purificando internamente, renovándose espiritualmente, desclericalizándose y recuperando su entraña maternal y femenina. Tengo para mí, que, si la mujer hubiera participado más activamente en las decisiones eclesiales, la crisis no se hubiera producido, al menos con la intensidad que ha llegado a alcanzar.
Por lo demás, la Iglesia no es solo la iglesia de los abusos, ni ha sido, por desgracia, la única institución abusadora. Sería, por eso, un reduccionismo acercarse a ella solo desde ese prisma.
Durante estos años, y esta es la gran paradoja, la Iglesia ha sido una gran defensora de la paz en el mundo, de la conservación del planeta, ha luchado con denuedo por erradicar la pobreza, ha cuidado a millones de enfermos y moribundos en dispensarios, hospitales y centros médicos, ha educado a millones de niños y ha protegido la vida como pocas instituciones lo han hecho.
Esta parte sana, fresca, misericordiosa y sublime de la Iglesia es la que se acabará imponiendo de nuevo y limpiará la fétida herida que ha supurado tanto tiempo en su seno y que ha horrorizado a innumerables personas de buena voluntad. La barca de Pedro no se hunde por más que algunos de sus tripulantes no lo pongan fácil.
Rafael Domingo Oslé es profesor investigador del Centro de Derecho y Religión de la Universidad de Emory y catedrático de Derecho de la Universidad de Navarra. Las opiniones expresadas en esta columna corresponden exclusivamente a su autor.
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