Lo que Dios nos revela no tiene como objetivo descubrirnos datos de tipo científico, sino aspectos de nuestra existencia mucho más importantes
Una de las causas principales de la percepción de conflicto entre ciencia y fe, en mi opinión, es la facilidad que tenemos de hacernos un Dios a nuestra medida. Dicho con palabras parecidas a las empleadas en otros contextos por el Papa Francisco, tenemos dificultades para «dejarnos sorprender por Dios». Tendemos a encerrar a Dios en nuestras categorías mentales y no a abrirnos a la grandeza de Dios. El resultado es pensar un Dios muy pequeño.
Lo realmente desafiante es aceptar al Dios del que nos habla el mismo Dios. Cuesta aceptar a un Dios que nos habla de su creación, e incluso de su propia vida, con palabras humanas y, en el cristianismo, asumiendo la condición de un hombre de carne y hueso, que estuvo en el seno de una mujer como cualquier otro hombre, que murió violentamente en una cruz, y que se proclamó Hijo de Dios. Esto siempre ha sido escandaloso, y lo sigue siendo.
Nos resulta más cómodo pensarlo modelado por nuestros intereses o proyectar sobre él nuestras frustraciones. En definitiva un Dios hecho según nuestros esquemas. Como dice el Papa Francisco «corremos el peligro de imaginar a Dios como un mago con una varita mágica, que hace todas las cosas, pero no es así».
Pensamos a Dios en la cajita de nuestra razón. En la misma en la que contemplamos el mundo que nos rodea. El conflicto estalla cuando descubrimos que es necesario un recipiente mucho más grande para comprender el mundo. Queda comprometida entonces nuestra compresión del mundo, pero no pocas veces pensamos que el que queda comprometido es Dios.
La revolución copernicana fue un cambio traumático de las categorías que abrigaban nuestra cosmovisión de la realidad. El mundo se hizo mucho más grande de lo que pensábamos. Después vinieron sucesivas revoluciones que zarandearon o volvieron a romper el recipiente en el que contemplábamos el mundo.
La dimensión del universo y su expansión desde el Big Bang, la enorme riqueza y variedad del mundo biológico en el despliegue de la vida, la posibilidad de la existencia de multiversos que puedan incluso contener diversas formas de vida nos colocan en un escenario de vértigo. ¿Se ve Dios comprometido en este escenario siempre nuevo? Las que realmente se ven comprometidas son muchas o algunas de las categorías con las que habíamos conseguido acomodarnos en nuestro mundo. Unas categorías en las que posiblemente también habíamos acomodado a Dios.
El problema está en tratar de pensar a Dios, su vida y obrar, y el contenido de la Revelación, de la misma manera que pensamos la Naturaleza. El Big Bang es una hipótesis científica que encaja con algunos de los resultados experimentales obtenidos en los últimos decenios. Pero como advirtió el primero que formuló esta hipótesis, el sacerdote católico Georges Lemaître, sería un error identificar el Big Bang con el acto creador de Dios. Las categorías empleadas para explicar esa hipótesis no son las adecuadas para explicar quien es Dios. Esto sería empequeñecer a Dios.
Lo que Dios nos revela no tiene como objetivo descubrirnos datos de tipo científico, sino aspectos de nuestra existencia mucho más importantes. Iluminan nuestra comprensión de Dios y cuál es nuestra condición respecto de Él y respecto del mundo en el que vivimos, cuál es nuestro destino, el sentido de nuestra existencia, qué tipo de dependencia respecto de Dios tiene el mundo y cada uno de nosotros... Las ciencias no son ajenas a todo esto, pero se mueven en un nivel distinto del que nos permite conocer la Revelación. Por esto es perfectamente coherente decir que el Big Bang «no contradice la intervención creadora divina sino que la exige». Por la misma razón, el modo en que la evolución explica el despliegue de la vida, tampoco compromete la acción de Dios.
Se llega a ver oposición o conflicto entre la Ciencia y los contenidos de la Revelación cuando pensamos en un Dios que se dedica a hacer lo mismo que podemos explicar mediante las leyes naturales: si lo hace la naturaleza que nosotros explicamos mediante leyes, ¿para qué queremos a Dios? Pero Dios no es un elemento más entre los que nos ayudan a comprender los fenómenos naturales, la cajita en la que contemplamos el mundo. Dios es más grande que ese recipiente y, cuanto más grande sea, más asombro y admiración nos debería producir la grandeza de Dios.
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