Son demasiadas las veces en que se manipula el concepto de laicidad por parte de ciertos colectivos. Lo que pudiera parecer ignorancia en realidad es tal cual, pero también mala fe. Se trata de insistir (salvando las distancias), en viejos postulados: «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad», o aquel otro que descarga sobre el adversario los propios errores, que en este presente caso es el educativo: «Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan».
Pero lo cierto es que la laicidad, y no nos cansamos de decirlo, es consustancial a una concepción de Estado que incluye dos elementos: neutralidad y separación entre el Estado y las iglesias o confesiones religiosas, lo que significa la igualdad de trato entre las confesiones, como la igualdad de trato entre lo religioso y lo no religioso. Por su parte, la separación entre el Estado y las confesiones religiosas implica la independencia de carácter mutuo entre el Estado y las confesiones religiosas, impidiendo que los valores e intereses religiosos se erijan en parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos. Por ello, la presencia de una asignatura de Religión en la escuela pública no va contra la laicidad correctamente entendida.
La laicidad, en nuestro caso, es adjetivo que califica la actividad y funcionamiento del Estado, que no opera con parámetros religiosos en cuanto que tales, sino desde el sentido de neutralidad ante las diversas posiciones religiosas, de creencias o ideológicas.
Por tanto, a la luz de estas consideraciones, resultan dos acepciones de laicidad en relación con el Estado: la formal y la material: la primera, «significa que en la esfera pública se admiten todos los argumentos o posiciones en pie de igualdad, sin que ninguno aparezca primado o postergado en función de su procedencia». La segunda, en cambio, supone, además, «que el comportamiento de los poderes públicos es neutral respecto de todas las doctrinas religiosas o filosóficas, sin que ninguna resulte beneficiada o perjudicada como resultado de la acción pública».
De modo que es la neutralidad la que ha transformado el sentido de la laicidad en positivo, indicándonos con ello la transformación o el paso del Estado liberal —que se caracterizaba por situar a las confesiones en el ámbito de lo privado— al Estado social. Esto es de suma importancia, porque los colectivos que insisten en relegar la religión a lo privado a la vez de presumir de progresía, lo único que alcanzan es «brochar» con un ligero barniz la «enfermedad infantil del izquierdismo» como ya sostuviera Lenin, propio de los colectivos burgueses, donde el poder se impone verticalmente.
Deberíamos plantear la pregunta: si la religión es un asunto privado, ¿cuál es la verdadera función de la objeción de conciencia?
El Estado social difumina la separación entre lo público y lo privado, incorporando, por un lado, un mandato a los poderes públicos de intervenir en la sociedad para hacer real y efectivo el ejercicio de los derechos fundamentales y, de otro lado, fomentando la participación de las personas en los órganos de decisión. Se amplía así el concepto de igualdad, que comprende no sólo la igualdad ante la ley y en la aplicación de la ley, sino también la igualdad material, de forma que la intervención pública no puede hacerse al margen de las sensibilidades religiosas.
No desconocemos que para algunos la fe, tal y como sostiene Rorty en su obra conjunta, El futuro de la religión. Solidaridad, caridad, ironía (R. Rorty y G. Vattimo, 2006), debe mantenerse en el espacio de la pasión y del sentimiento, como «vehículo de satisfacción emocional». Llega a decir, y así se ha extendido en algunas capas sociales ideologizadas, que las religiones son en sí mismas nocivas para la convivencia, para la salud de las sociedades democráticas, sobre todo en el caso de las creencias institucionalizadas, e impiden que los ciudadanos salgan de la minoría de edad y que reflexionen por sí mismos.
Pero lo cierto es que, para otros muchos, como explica Habermas en su obra Entre naturalismo y religión (Jürgen Habermas, 2006) «las tradiciones religiosas están provistas de una fuerza especial para articular intuiciones morales», que sería absurdo, cuando no deshonesto, despreciarlas por su origen religioso, sin que tampoco deban trasladarse, sin más, a la sociedad como comunidad política, sino que deben traducirse a un lenguaje secularizado universalmente accesible.
Es seguro que un espacio público fuerte, plural, con distintas sensibilidades y pensamientos es un buen termómetro de convivencia porque, continúa Habermas, «el estado de una democracia se deja auscultar a través del recurso en el latido de su esfera pública».
Parece que Dios sigue estando en circulación.
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