La cercanía entre la Iglesia y el arte es antigua. Casi como la tradición cristiana a la cual las diversas expresiones artísticas están históricamente vinculadas más que a cualquier otro mundo religioso. Y sin embargo esta proximidad, madurada ya en la antigüedad tardía, se atenuó en el decurso del siglo xix, hasta convertirse frecuentemente en lejanía en el siglo XX y hoy todavía más, cuando la belleza desinteresada "se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses", como observaba Hans Urs von Balthasar, citado por Benedicto XVI ante los artistas reunidos en la Capilla Sixtina.
Renovando la invitación en un lugar cargado de símbolos como la Sixtina, donde resonó y a menudo resuena la música al servicio de la liturgia, o sea, de Dios, la "fuente de todas las demás bellezas" vislumbrada por san Agustín.
Tras las huellas de su predecesor Juan Pablo II -"también él artista", que quiso dirigir un solemne documento papal a los artistas- y con la misma apertura mostrada por Pablo VI, sin desconocer las dificultades actuales, el Papa ha vuelto a proponer la alianza de otro tiempo: "Os necesitamos", pues si "sois los amigos del arte verdadero, sois nuestros amigos". Palabras contenidas en el mensaje del concilio Vaticano II a los artistas.
Sí, porque la belleza, como la verdad, infunde alegría en el corazón de los hombres. Y, por lo tanto, vale la pena una alianza entre los guardianes de la belleza y cuantos, en la humilde cotidianidad, están llamados a testimoniar y a servir a la verdad.
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