El progresismo, a causa de su evidente despolitización, es por tanto mucho más peligroso que el socialismo clásico, ya que ha dejado de ser una doctrina política para transformarse en una moral.
El progresista finge un estado de encandilamiento cuando se refiere a las conquistas del régimen de Fidel Castro o cuando muestra su apoyo a los movimientos antiglobalización. Por supuesto, no soportaría vivir en Cuba ni prescindir de las ventajas que el fenómeno de la globalización ha convertido en cotidianas para la mayoría de los ciudadanos. Tampoco hay noticia hasta la fecha de que un líder de progreso lleve sus hijos a la escuela pública, o de que haya pisado alguna vez la puerta de urgencias del hospital de Leganés. Pero, eso sí, en los manifiestos en defensa de la educación pública y en las campañas estilo "Queremos que nos trate el doctor Montes", sus firmas son las primeras.
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