Viernes Santo, 10 de abril, el obispo de Granada celebra en el altar mayor de la catedral la liturgia de la Pasión de Cristo. En la nave, menos de veinte feligreses: se hace sobre todo para la retransmisión a través de YouTube, donde por cierto aún se puede visualizar. En un momento de la ceremonia aparecen unos policías nacionales que indican que los asistentes deben abandonar el templo, pues de lo contrario sancionarán a todos ellos: es una lástima que no se recogieran imágenes de esa intervención. El obispo detiene la celebración, insta a que se obedezca, como se hace, y luego continúa con la liturgia para una catedral absolutamente vacía. No es un hecho aislado, el pasado 13 de abril en San Fernando de Henares (Madrid) otros agentes policiales desalojaron la parroquia de los santos Juan y Pablo durante una misa, en la que además del párroco había cinco personas. El sacerdote decidió entonces no continuar con la ceremonia. El 12 de abril, en la puerta de la parroquia de San Jenaro de Madrid, la Polícía local impidió a un sacerdote decir la misa del Domingo de Resurrección que iba dirigida a los balcones de la vecindad, donde habían salido diversos vecinos para oírla.
Como es sabido, la libertad religiosa está reconocida desde las primeras declaraciones de derechos del Estado moderno, incluyendo la Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Hoy en día se recoge tanto la libertad religiosa como la de culto en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, entre otros muchos textos normativos internacionales, así como en los catálogos de derechos de infinidad de constituciones nacionales. La nuestra de 1978 no es una excepción: lo regula en el artículo 16, inmediatamente después del derecho a la vida (artículo 15) y antes que el resto de los derechos fundamentales. Una de las leyes que promovió como Ministro de Justicia Landelino Lavilla, que recientemente nos ha dejado, con su gran inteligencia, sus dotes de consenso y su buen hacer, fue la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa. Esta Ley Orgánica lógicamente también recoge el derecho a practicar actos de culto.
Ningún derecho fundamental es absoluto y por supuesto tampoco lo es la libertad religiosa: ya el artículo 16.1 de la Constitución prevé que no puede tener «más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». Con más detalle la Ley Orgánica de Libertad Religiosa dispone que está limitado por la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública. Sin embargo, cualquier limitación a los derechos fundamentales requiere que se observe el principio de proporcionalidad y que se prevea expresamente en el ordenamiento jurídico: no puede quedar al albur de lo que decida el funcionario público de turno. Los derechos fundamentales son «el fundamento del orden político», como declara el artículo 10.1 de la Constitución, y su restricción por la Administración pública sin base normativa supone su vulneración.
La Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública, prevé algunas que pueden imponerse forzosamente. No obstante, estas medidas, según la propia Ley Orgánica, se han de imponer por las «autoridades sanitarias», desde luego no por la policía. Y a día de hoy, con la única excepción de las exequias fúnebres, las autoridades sanitarias no han prohibido el culto religioso a los ciudadanos.
No sólo no se ha prohibido: se ha permitido expresamente bajo determinadas condiciones. En efecto, el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, varias veces prorrogado, dedica un artículo específico a estas cuestiones, el 11: «La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro». Luego con toda claridad se permite, con estas condiciones, la asistencia a las ceremonias religiosas.
El pasado 10 de abril en la catedral de Granada todo indica que no había aglomeraciones ni menos de un metro entre los asistentes (la capacidad es de unas 900 plazas en sus miles de metros cuadrados y parece que había menos de veinte personas), tampoco en la parroquia de San Fernando de Henares (cinco feligreses), ni en la de San Jenaro de Madrid.
Resulta preocupante que existan actuaciones policiales que impidan lo que el propio Gobierno permite, sobre todo cuando se conculcan derechos fundamentales. La labor policial tiene grandísimo mérito, y más en tiempos del Covid-19. Pero los derechos humanos constituyen la piedra angular de nuestro ordenamiento jurídico y no deben ser vulnerados, ni siquiera por un exceso de celo en la evitación de contagios. La libertad jamás ha de ser el precio de la victoria sobre la epidemia.
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